El mundo parece cada vez más peligroso en muchos sentidos. Hoy en día, es difícil criar hijos, o ser uno de ellos, en un planeta lleno de malas influencias, con drogas que se ofrecen como algo “normal”, comportamientos sexuales promiscuos, corrupción y otras artimañas.
Esos son solo algunos de los muchos problemas que generan una sociedad enferma, con una enorme carencia de verdaderos líderes y ciudadanos.
Lamentablemente, el ser humano se miente a sí mismo, y se convence de que tiene la dificultad de seguir los valores que resultan en una vida mejor para él y los demás. Esos valores ya fueron dejados como consejos hace milenios por Aquel al que más le importa nuestro bienestar: Dios, en Su Sagrada Palabra, la Biblia.
Seguir y practicar los valores cristianos es el camino más directo para una humanidad más justa y llena de beneficios. Cada vez que alguien se aleja de ellos, el resultado es el que vemos y lamentamos en los títulos de los periódicos de todos los días.
El propio Dios, el Señor Jesús, se volvió carne, y vino al mundo para enseñarnos que el amor al prójimo es el gran mandamiento, como la respuesta que Él mismo le dio a un doctor de la Ley que Le preguntó sobre eso: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” Mateo 22:36-40
Poner a Dios en primer plano, es el paso inicial, sin embargo, el propio Mesías enseña que eso solo no es suficiente: es necesario unir eso a la acción de amar al prójimo. Muchas personas no razonan sobre algo tan sencillo: no hay amor sin respeto. Una sociedad en la que todos respetan al prójimo estaría libre de los problemas que ella misma genera.
Lo que el Señor Jesús dijo fue que todos los mandamientos, así como la mayoría de las leyes humanas, se resumen en el respeto.
Nadie puede considerarse un verdadero ciudadano si pone su egoísmo por encima de los demás.
Un pedófilo, por ejemplo, piensa solamente en su arrogante placer y comete atrocidades. Él no piensa que destruirá la vida de un niño que, quizá, nunca más pueda recuperarse psicológicamente y que, además, pueda tener una gran tendencia a convertirse en un pedófilo en su vida adulta.
Un corrupto se desvía bienes, que podrían beneficiar a todos, a sí mismo. ¿Cuántos murieron por no haber recibido atención médica de calidad porque la corrupción política se llevó los fondos que deberían usarse en los hospitales y en la compra de medicamentos? Y cuando hablamos de corrupción, no nos referimos solo a la de los políticos, sino a la de los profesionales de cualquier rama.
Una persona que traiciona a su cónyuge, además de destruir su propia relación, genera en la mente de sus hijos la idea de que el matrimonio es algo que no funciona. De esa manera, se vuelve mayor la posibilidad de que, en el futuro, ellos mismos no sean felices en la vida amorosa.
Estos son solo algunos ejemplos de lo que podría evitarse si el respeto hacia Dios y hacia el prójimo se pusiera en práctica todos los días. Un cristiano genuino no comete violencia, no engaña a su semejante, no piensa en su placer vacío a costa de la desgracia ajena.
El propio Señor Jesús vino a la Tierra para decirnos eso hace años. Y el Altísimo ya decía lo mismo desde los tiempos antiguos: cuando le dio a Moisés la tabla con los Mandamientos.
Muchas personas nunca pensaron en esto: las leyes de Dios y las humanas, no fueron creadas para satisfacer a un ser superior dictador o a un gobierno humano absolutista; fueron creadas para nosotros, cuando estas son justas.
El objetivo de todas ellas es hacer que haya respeto y que todo funcione. Somos las piezas que forman la sociedad. La construcción de una sociedad mejor debe partir de nosotros y de nuestras actitudes, antes de exigirle a ella lo que nosotros mismos no hacemos.
Los pasos correctos para eso están en la Biblia, al alcance de todo el que quiere entregarle su vida al Señor Jesús; y actuar, verdaderamente, como Su hijo.