Mi nombre es Andressa Ramos, tengo 29 años y estuve presa durante un año y ocho meses. Pasé por cuatro unidades penitenciarias, viví varios momentos difíciles y significativos, mucha soledad, tristeza y deseo de suicidio. Mi mayor sufrimiento no era solo estar privada de la libertad, sino también hacer que mi familia sufra, pues a cada visita era una alegría, pero al irse era un dolor horrible. Pensaba que mi marido había dejado de esperarme y que ya había encontrado a otra.
Durante el tiempo en la prisión, fui a parar 2 veces al castigo, sin TV, sin agua caliente, sin ver el sol. Solo una celda minúscula, fea, oscura, con más de 8 mujeres. Ese lugar para mí es oscuro, triste, allí pasé mucho frío y hambre. El único día que nos alimentábamos bien era el día de visita.
Me quedaba mucho adentro de la celda, mi distracción era escribir cartas, fumar y oír la radio. Allí pensé en matarme. Otro recuerdo significativo era el día de “blitz”, la revisión hecha por los agentes penitenciarios en las celdas, eso cuando no entraba la Policía de sorpresa con perros, bombas y gas lacrimógeno.
En una de las penitenciarías por las que pasé, estaba el trabajo de la Iglesia Universal todos los sábados. Veía a las voluntarias entrando, uniformadas, con un brillo en la mirada, con una sonrisa. Abrazaban a las chicas como si fueran sus parientes, las saludaban a todas con una sonrisa en los labios. Fue entonces que un día yo estaba en las rejas, y ellas pasaron y comenzaron a llamar a las chicas. Fui, no queriendo ir, pero fui… Allí vi algo diferente. Nos dimos las manos, hicieron una oración fuerte, yo lloré mucho. Ellas oraron por mí, me abrazaron, y dijeron algo que me marcó mucho: “Jesús te ama, hija, y Él quiere librarte de las rejas físicas, pero principalmente de las espirituales”.
Eso para mí fue un alivio, algo diferente sucedió en mi interior. Salió el peso, y comencé a ir todas las semanas. Ansiosamente, las esperaba, pues su presencia allá adentro era diferente, aunque existieran otras denominaciones en el presidio, no era lo mismo. Ellas traían paz, alegría, un brillo en la mirada. Yo esperaba la palabra de sus labios y pensaba: “¿Qué es lo que Dios va a decirnos hoy a través de ellas?”
La palabra que ellas predicaban allá adentro nos traía alivio, confianza y esperanza de que Dios iba a cambiar mi vida. No llegaban con palabras de derrota, por lo contrario, lo que salía de sus labios eran palabras de confianza, de convicción, de certeza y de optimismo.
Yo me sentía muy bien, incluso me olvidaba de que estaba presa. Pues el sufrimiento y el abandono dominaban allí. Existía tristeza, mujeres abandonadas por el marido, otras a las que la propia familia las había desamparado por haber sido condenadas por la Justicia.
En una de las reuniones, viendo todo eso, tomé la decisión de no vivir más esa vida. Tuve mi encuentro con Dios allá en la prisión. Le dije a Dios que no quería vivir más de esa manera.
¡Entonces vino mi libertad! Decidí buscar a Dios de todo corazón en la Universal. Me liberé de los vicios, del nerviosismo, mi vida comenzó a cambiar, hasta que hubo una transformación total.
Tengo paz, estoy casada, tengo un maravilloso hijo de 8 meses. Hoy somos obreros y podemos ayudar a rescatar a personas que un día también sufrieron como nosotros.