El padre trabajó mucho, sudó y gimió para que a sus hijos no les faltara nada y, además, ellos no necesitaran trabajar, ni sudar, ni gemir tanto. Y, realmente, los hijos terminan no necesitando trabajar tanto, ni sudar ni gemir, ¿y sabe qué sucede? No le dan valor a lo que tienen, y arrojan toda esa herencia al barro. Se involucran con malas amistades, gastan en los vicios, invierten en todo, menos en aquello que realmente necesitan. Y, cuanto más tienen, menos están satisfechos. Este ha sido el ciclo de nuestra sociedad hoy. El ciclo del hijo pródigo.
Cuando el hijo pródigo le pidió al padre su parte de la herencia, no se preocupó por no darle continuidad a lo que su padre, con tanto esfuerzo, había conquistado, que era una hacienda. Toda la familia sufrió por eso, a fin de cuentas, el padre tuvo que vender parte de esa hacienda, es decir, perder parte de lo que la sustentaba. Ingratitud es poco para describir a ese hijo, pero a él no le interesaba eso, lo que realmente le importaba era “ser feliz”.
En esa búsqueda de “ser feliz”, las personas no se dan cuenta de lo desagradecidas, injustas, egoístas y egocéntricas que son, especialmente con su propia familia. Cuando le dan la espalda a quien las ama, están de frente a aquellos que no se preocupan por ellos, pero que, por alguna razón, parecen tener más atracción. Y eso es lo que hizo el hijo pródigo, “escupió el plato en el que comió” y corrió hacia los brazos del gran mundo, que nunca le prometió nada, solo brilló. Y así como fue recibido rápidamente por lo que podía ofrecer, fue rechazado rápidamente cuando no pudo ofrecer nada más.
Fue entonces cuando el hijo pródigo recordó a su padre, que nunca había hecho nada por él por lo que él podía ofrecer, sino por quién era, su amado hijo. En el fondo, él sabía que no merecía volver a casa de su padre, después de todo, había sido un hijo desagradecido que, además de perjudicar a todos en casa, había desaparecido y hecho todo lo que había aprendido a no hacer. Para empeorarlo, arrojó el nombre de la familia al barro con el de él. Fue aquí, en las muchas justificaciones que el hijo ingrato tenía para no incomodar más a su padre, que utilizó la razón y pensó: “volveré como siervo de mi padre”.
Como siervo, el hijo pródigo estaría humillándose delante de toda la familia y los siervos de la familia. Este es el precio que mucha gente, en la condición del hijo pródigo, no quiere pagar para regresar a Dios. Argumentan tener vergüenza de qué dirán, pero, en el fondo, no se avergüenzan de lo que Le hicieron al Padre, no reconocen que Lo han humillado. Ahora es su turno de humillarse ante Él.
¡La humildad del hijo pródigo no solo lo llevó de vuelta a la casa de su padre, sino que lo llevó al perdón y ¡a la honra! Aquel padre quedó tan feliz de tenerlo de vuelta, que se propuso hacer una fiesta para celebrar su regreso, e incluso habiendo regresado como siervo, fue recibido como un hijo.
Su hermano, sin embargo, no lo recibió de la misma forma, criticó no solo su regreso sino también la actitud de su padre de recibirlo con tanto entusiasmo. Pero el padre no fue influenciado por la reacción de ese hijo, al contrario, lo reprendió con amor.
Cuando usted regresa a Dios como siervo, Él lo recibe como hijo. Y si alguien lo critica por eso, deje que Dios lidie con él.
En la fe