L os discípulos del Señor Jesús vivían de forma sencilla. Pedro, Santiago, Juan y los demás conocían a Dios, pero conocer a Su Hijo los transformó para siempre. Nunca más podrían ver el mundo de la misma manera.
Desde que se unieron a Él convivían con el Maestro, todos los días. Tenían la oportunidad de oír las enseñanzas que venían directamente del Padre.
Ellos fueron testimonio del poder del Espíritu Santo y pasaron por un entrenamiento intensivo que duró tres años. En otras palabras, el Señor quería que ellos tuvieran Su carácter. Jesús tenía la intención de que continuaran Su trabajo en la tierra: acercar la humanidad a su Creador. Por eso, necesitaban ver el mundo como lo hace el Señor.
El Señor ofreció a Su hijo amado para morir en la cruz. Ese era el tipo de muerte más terrible en la época, todo en nombre del rescate de la humanidad, que estaba muerta por el pecado.
Después de Su partida los discípulos divulgaron el mensaje de arrepentimiento de los pecados y salvación eterna. El resultado está narrado en el libro de Hechos de los apóstoles.
Así también, Dios amó a Abraham porque contribuyó a los planes divinos, gracias a su experiencia con Él.
El Obispo Macedo escribe: “El comienzo modesto de este matrimonio, que tuvo un hijo en la vejez, y la obediencia perseverante; hicieron que se convirtieran en referentes para las siguientes generaciones. Ellos se volvieron los padres de todos los que creen en la Palabra de Dios, (Romanos 4:16-22)”.
No es posible tener una experiencia con el Espíritu Santo y seguir siendo la misma persona, porque Dios es el Autor de la vida. Todo el poder emana de Él. Los objetivos de las personas pasan a ser los de Dios. Esta deja de lado sus planes para compartir con el mundo lo que descubrió. Por lo tanto, el combustible que mueve el corazón de los nacidos de Dios es ganar almas, porque el Señor vive dentro de ellos, (Gálatas 2:20).