“Pero a Mi siervo Caleb, por cuanto hubo en él otro espíritu, y decidió ir en pos de Mí, Yo le meteré en la tierra donde entró, y su descendencia la tendrá en posesión.”
(Números 14:24)
El espíritu de aquel que cree es diferente. Diferente del espíritu desconfiado de los que no tienen la visión de la fe. Diferente del espíritu miedoso de los que no ven con ojos espirituales. Diferente del espíritu malicioso de los que no andan en la dirección de Dios. Diferente del espíritu malpensado de los que miden a los demás por lo que ellos mismos son.
El espíritu de aquel que cree es fuerte. Soporta las luchas, vence las batallas. Y sabe que “Cuando el hombre cayere, no quedará postrado, porque el SEÑOR sostiene su mano” (Salmos 37:24). Por eso, siga firme, confiando siempre en Aquel que lo llamó.
El espíritu de aquel que cree no desiste. No por sí, sino por la Palabra que oyó. Cree, por eso, se entrega totalmente. Por esa Palabra se lanza a la batalla; por esa Palabra jamás se vuelve atrás.
El espíritu de aquel que cree no permite duda. Sus pensamientos son puros, sus ojos son buenos. Él lo escogió así. El espíritu de aquel que cree lo lleva a escoger lo que agrada a Dios. El espíritu de aquel que cree no entiende el “no puedo”; no ve nada “imposible”. El espíritu de aquel que cree solo se esconde en el abrigo del Altísimo, porque sabe que de allí él gana cualquier batalla.
Protegido bajo la sombra del Omnipotente, batalla sabiendo que la victoria está asegurada. El espíritu de aquel que cree es el pasaporte a la Tierra Prometida; es lo que lo vuelve especial ante los ojos de Dios. El espíritu de aquel que cree hace que sea llamado por el nombre para poseer aquello en lo que él creyó.
Que el Señor vea en usted un espíritu diferente al de los demás.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo