En la desesperación de la guerra, muchos hombres pierden la conciencia. Se esconden entre armaduras y espadas y se olvidan de Quién está sobre todas estas cosas de la Tierra.
Aquel día, en el monte Gilboa, un escudero dejó su mente aterrorizada porque la guerra lo confundió y pasó a creer que luchaba por un hombre, cuando en realidad, luchaba por una nación.
Los muertos se amontonaban a su alrededor y los filisteos, cada vez más implacables, le quitaban la vida a los hijos de Israel de forma cruel e imperdonable. Cayeron Jonatán, Abinadab y Malquisúa, los príncipes, y el escudero no pudo hacer nada. A su lado, Saúl, el gran rey, también luchaba, pero la desesperación era cada vez más visible en sus ojos.
¿Qué debe hacer un hombre cuando su líder tiene miedo, cuando ni el propio comandante confía en la victoria? ¿Cómo podría confiar?
“Saca tu espada, y traspásame con ella, para que no vengan estos incircuncisos y me traspasen, y me escarnezcan.” Fue lo que él escuchó de Saúl.
Su propio líder quería morir. Vio que los flecheros avanzaban contra él y temió el dolor, prefirió la muerte. Claro que se negó a matar a aquel por quien luchaba, pero no sirvió de nada su oposición. Saúl tomo su espada y la atravesó en su propio vientre.
De repente, no hubo más ruido. El silencio reinaba alrededor y él veía toda la batalla en cámara lenta, como si estuviese dentro de un túnel muy largo y, aunque gotas de sangre ajena caían en su cuerpo, no podían alcanzarlo. Nada más podía. Todo había acabado.
Con cuidado, sacó la espada de las manos de su rey y se arrodilló a su lado. Si el hombre por quien luchaba estaba muerto, también él debería estarlo. Con la sangre de Saúl mezclándose con la suya, metió el frío metal en su vientre.
(*) 1 Samuel 31:1-5
[fotos foto=”Thinkstock”]
[related_posts limit=”7″]