El hombre estaba solo. Todo allí era para él, pero nada tenía gracia. Las cosas se le ofrecían una a una, todo el día, a toda hora, pero de nada servía tener todo sin tener con quien compartirlo. De nada valía tener vida sin tener con quién vivirla.
Todos los árboles agradables a los ojos se extendían delante del hombre. Todas las plantas florecían, todos los árboles daban frutos. Pero él no sentía el perfume de la flor ni el gusto de la fruta, porque no tenía con quien compartir sus descubrimientos.
Y salía cerca de sus pies un lindo y fuerte río, y ese río regaba las plantas y las flores. Y de él salían otros cuatros ríos, cada uno más bello, cada uno trayendo en sí las riquezas reservadas para el hombre. Pero él no nadaba ni admiraba el paisaje ni podía contemplar la belleza de las piedras preciosas, porque no tenía con quién hablar sobre eso.
Y fue Dios quien notó la soledad de aquel hombre. Y fue Dios quien decidió actuar para ayudarlo. Porque Dios siempre se esfuerza para agradar al hombre, desde su niñez.
Y los días del hombre pasaban uno a uno, y cuanto más tiempo tenía para vivir, más preso él se sentía. Y el vacío que existía en su pecho aumentaba, y la angustia presionaba su estómago, al punto de causar ansias incontrolables.
En esos tiempos pasaron por allí todos los animales del mundo y el hombre fue colocando en ellos los nombres que le parecían adecuados. Las aves del cielo se mostraban y todos los animales domésticos, además de los animales salvajes. Y ninguno podía llenar el vacío que el hombre sentía de lo que aún no conocía.
Porque el hombre no podía vivir solo. Necesitaba alguien para compartir las alegrías y las frustraciones, los miedos y los descubrimientos, el pasado y el futuro. Necesitaba a alguien para valorar y para sentirse valorado. Necesitaba a alguien para ser alguien.
En esa depresión cayó sobre él un sueño profundo. Y cuando despertó, era alguien.
(*) Génesis 2
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