El río Jordán es mucho más que un lugar histórico. Desde la antigüedad, es un símbolo de transformación, de división entre lo viejo y lo nuevo, de sumisión total a la voluntad de Dios. Cada hecho allí nos muestra que nadie tiene una vida nueva sin antes pasar por el Jordán.
El pueblo hebreo, durante 40 años, vagó por el desierto, lejos de la Tierra Prometida, pero, al cruzar el Jordán, dejó atrás a una generación vieja e incrédula y tomó posesión de la promesa de Dios: una tierra que fluye leche y miel. La travesía del Jordán fue lo que eliminó la frustración de todos esos años y le permitió ver el cumplimiento de la promesa.
Eliseo, por medio de la fe, abrió el Jordán y lo atravesó para demostrar que él era el nuevo profeta de Israel, además, enfrentó el desafío de asumir la responsabilidad del profeta anterior. Fue en ese momento que demostró su completa sumisión al llamado de Dios y, de un simple ayudante, se convirtió en un gran profeta.
Naamán, un comandante extranjero lleno de orgullo, nunca hubiera querido sumergirse en un río como el Jordán, aunque estaba contrariado, obedeció y, al sumergirse siete veces en las aguas, salió transformado. Recibió una piel nueva como la de un niño, pero, más que eso, conoció el poder del verdadero Dios.
Incluso Jesús, el Hijo de Dios, pasó por el Jordán, no porque necesitaba bautizarse, ya que Él no tenía pecados ni culpas, sino porque al descender a las aguas, mostró que estaba completamente sometido a la voluntad de Su Padre. El sacrificio de Jesús no comenzó en la cruz, sino en el Jordán, donde Se rindió a la voluntad del Padre, y Se consumó en la cruz.
Que todos estos hechos sucedieran en el mismo lugar no es una coincidencia. El Jordán fue y sigue siendo un lugar de entrega, donde las personas abandonan lo viejo para vivir lo nuevo que Dios tiene para ellas.
Hoy, nuestro Jordán es el Altar. Es ahí donde nos presentamos delante de Dios, renunciamos a lo que somos y entregamos lo que tenemos. Es en el Altar donde decidimos confiar completamente en Dios y mantenernos sumisos a Su voluntad.
Sin el Jordán, el pueblo hebreo habría muerto en el desierto, Eliseo nunca habría asumido el papel de profeta y Naamán seguiría leproso. Jesús, aun sin culpa ni pecado, tuvo que pasar por el Jordán para cumplir toda la voluntad del Padre y convertirse en el Cordero Perfecto. De lo contrario, no Se habría convertido en nuestro Salvador.
Hoy, Dios nos llama a cruzar el Jordán, nos invita a salir del desierto de la incredulidad, a dejar atrás el orgullo y a asumir el propósito que Él tiene para nosotros. El Jordán es un lugar de verdadero arrepentimiento de la vida vieja. Es donde dejamos lo viejo y vivimos lo nuevo.
Ahora, la pregunta es: ¿qué necesita dejar en el Jordán? ¿Qué le está impidiendo vivir las promesas de Dios?
El Altar está frente a usted, como el Jordán estaba frente al pueblo hebreo; decida cruzarlo, decida someterse.
Pr. Claudene Conte, responsable por el trabajo evangelístico de la Universal en Uruguay.