La mañana en la que el Señor Jesús y Sus discípulos volvieron a visitar la higuera, en la que el Señor buscó para comer, un monte Le sirvió para enseñarles algo muy importante. Y dijo: ” Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho.” (Marcos 11:23)
Los discípulos ya habían sido testigos de que eso era realmente posible, porque veían a la higuera seca desde la raíz como había ordenado el Señor – “Nunca jamás coma nadie fruto de ti.” (Marcos 11:14) -, era un ejemplo real de que el Hijo del Hombre una vez más les hablaba con propiedad.
De hecho, el Maestro les estaba enseñando lo que todos tienen que tener en cuenta, cristianos o no, que es el poder de la palabra. La supremacía de su uso es tan determinante en nuestras vidas que el Señor Jesús la relaciona con la oración, rápidamente: “Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá. “ (Marcos 11:24). De manera más abarcadora, podemos definir la oración como el uso de la palabra, de forma consciente y ordenada, en la búsqueda de soluciones prácticas.
Platón, uno de los primeros filósofos griegos, pregonaba la teoría de las ideas, el mundo de las ideas. En pocas palabras, él creía y enseñaba que todas las cosas son, antes que todo, concebidas en el pensamiento, y lo que vemos, en realidad, es una representación de esa idea. Esa idea al ser traducida en palabras adquiere automáticamente fuerza sustantiva, o sea, materialidad. Veamos un ejemplo, el Señor Dios dijo: “Sea la luz; y fue la luz.” (Génesis 1:3). El habla permanece única y exclusivamente al hombre. Ningún otro ser de la Creación Divina tiene esa capacidad. Ese es un hecho que, de antemano, nos lleva a una reflexionar sobre su importancia.
El poder de las palabras se activa en el momento exacto en el que las decimos. Entonces, dependiendo de nuestra forma de hablar, se puede convertir en seguridad o duda; éxito o derrota; acciones positivas o negativas; cura o enfermedad; bendición o maldición.
Si hablamos basados en la fe racional, los resultados son, sin ninguna duda, beneficios. Por otro lado, si proferimos maldición, nuestras palabras son como dardos de fuego lanzados en nuestra contra o en contra de la vida de las personas a quienes se las decimos, porque la palabra realmente tiene poder.
Conscientes de eso, nada mejor que la persona mida y controle lo que dice. Después de todo, hablar es concretar el sentido de las palabras, es darle vida a lo que piensa – y pueden edificar como también destruir; pueden significar vida o muerte. Además, refrenar la lengua, como dice el apóstol Santiago, es una señal de prudencia, porque reduce el riesgo de ser malinterpretados. El consejo del apóstol es más valioso si lo tomamos como base para ejercitar el oír más que el hablar.
El Señor Jesús también nos advierte: “No juzgues, y no seréis juzgados” (Mateo 7:1) En otras palabras, el Señor está diciéndonos que podemos ser condenados por lo que decimos.
Contener las palabras, saber oír más que hablar, como nos aconseja el apóstol Santiago, son tareas difíciles para el ser humano, principalmente cuando está enfrentado una injusticia. Sin embargo, el Señor Jesús fue un ejemplo vivo de que es posible: “Angustiado Él, y afligido, no abrió Su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió Su boca.” (Isaías 53:7). Pero Dios Lo exaltó y hoy está sentado a la derecha de Su Trono.
Así que si usted desea cambiar su vida, considere seriamente el modo de hablar, de pensar y de actuar. Limpie su ser, adquiera nuevos hábitos para hablar, pensar y actuar. Sobre todo, cuide su interior, ya que “de la abundancia del corazón habla su boca” (Lucas 6:45). Deje de lado los comentarios o impulsos negativos; aproveche las circunstancias desfavorables para transformarlas en aprendizajes significativos y prácticos.
La fe trae a la existencia aquello que no existe, eso lo sabemos. También sabemos que la vida está hecha de oportunidades. Por lo tanto, no pierda las suyas. Use la fe y enfrente el desempleo, por ejemplo, como una oportunidad para abrir su propio negocio en vez de maldecirlo. Eso es convertir el mal en bien. Eso es fe.
Deje de decir “No va a salir”, “No lo voy a lograr”, “No puedo”; que su dinero no alcanza para nada; que las cosas no salen bien o que el mundo está en crisis. Si las personas deciden observar o expresar solo el lado negativo de las cosas, habría una gran cadena de negatividad que nos involucraría a todos. Si la vida no ha sido buena, piense en lo que usted ha dicho y de qué tipo de sentimiento usted ha cargado sus palabras.
Hasta en la crianza y en la educación de sus hijos hay que analizar bien las palabras. ¿Cuántos son los padres que, sin que se den cuenta, maldicen a sus hijos desde pequeños? Si hay conflictos familiares, no recurra a las palabras que pueden ser una maldición en la vida de aquellos que usted ama. Palabras como “desgraciado” o frases del tipo “un día tus hijos harán lo mismo que tú me haces”, expresan, por más increíble que pueda parecerle a un padre, un deseo sincero. Y eso es muy triste.
Para terminar, evite decir palabras vacías de sentido o que expresen miedo, duda o negatividad. Que salgan de su boca palabras de edificación.
Si usted planta hoy la buena semilla, mañana cosechará buenos frutos. Esa es la seguridad que nos permite descansar sin la preocupación excesiva con el futuro, pues el día de mañana es consecuencia de las acciones de hoy, del ahora. Entonces, no se preocupe con el futuro, si usted ha vivido bajo la fe aliada a la inteligencia del buen uso de la palabra.
En fin, lo que pensamos, determinamos y hablamos hoy es lo que seremos y viviremos mañana. Piense en eso.
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(*) Texto extraído del libro “Mensajes del obispo Macedo”
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