“Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, y de la grasa de ellas. Y miró el Señor, con agrado a Abel y a su ofrenda…” (Génesis 4:4).
Cuando el ofrendante hace el sacrificio perfecto, en realidad, está materializando su fe en Dios. A los ojos del diablo, esta es la forma más convincente de que su vida ya no le pertenece. Por ese motivo, el sacrificio simboliza la dedicación total de su vida a Dios.
El altar de Dios es el único lugar separado para tamaña ofrenda, tanto que los Montes Sinaí, Carmelo, Calvario, de los Olivos, de la Transfiguración, Moriah y todos los demás montes bíblicos fueron usados en el pasado, como altares naturales del Dios de Abraham, de Isaac y de Israel.
Cada héroe de la fe tenía un determinado Monte conectado a su vida: Abraham está relacionado al Monte Moriah, también llamado El Señor Proveerá; Moisés, al Monte Sinaí; David, está conectado al Monte Moriah, la era de Arauna estaba situada en ese Monte y allí ofreció sacrificios que interrumpieron una plaga en Israel; Salomón edificó el Templo del Señor en el Monte Moriah; el profeta Elías está relacionado al Monte Carmelo, donde desafió a los profetas de Baal, y también al Monte Sinaí, cuando huyó de Jezabel el Sinaí fue su refugio.
El ministerio terreno del Señor Jesús está marcado por los siguientes Montes: de los Olivos, de la Transfiguración, de las Bienaventuranzas y, finalmente, el Calvario.
Para que el sacrificio sea perfecto, la manifestación de la fe es necesaria, pues fe es certeza. “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Por ella alcanzaron buen testimonio los antiguos.” (Hebreos 11:1-2).
Sin embargo, querer tener certeza no significa que usted la tendrá. Desearla tampoco es tenerla, porque la fe es un don de Dios y no solo fuerza de voluntad ni un deseo sincero. No sirve que la persona confiese una fe que sabe que no tiene, ya que tratándose de fe, no existe más o menos. ¡O es o no es!
Muchos han tomado decisiones equivocadas teniendo como motivo una sincera voluntad de querer creer. Sin embargo, no se debe proceder así, ya que la fe sobrenatural es una convicción. Es tan fuerte, que ni siquiera la muerte puede quebrantarla. No existe término medio cuando el tema es la fe: usted la tiene o no la tiene.
Desde el momento que existe la materialización, cuanto mayores sean las dificultades, las injusticias, las persecuciones, las calumnias, el desprecio, la falta de comprensión, más firme será la fe.
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza…” (Romanos 5:1-4)
La fe que proviene de Dios es como un árbol fructífero en su debido tiempo, o sea, los frutos aparecen. El diablo y sus demonios distinguen la emoción de la fe, especialmente cuando esta última está siendo ejercitada contra ellos. En ese caso, el cuerpo material del cristiano se vuelve incandescente, o sea, todo su ser, a los ojos de los espíritus inmundos, se ilumina.
No fue en vano que el Señor haya dicho a Sus discípulos que serían la luz del mundo. Aunque, claro que esa luz no es visible a los ojos físicos, solo a los espirituales. De esa manera, no solo quien es espiritual, sino también los propios espíritus inmundos pueden vislumbrar la Luz de la fe de los nacidos de Dios.
Por lo tanto, quien tiene una fe proveniente de Dios no se precipita, no es impaciente, no se desespera, no huye, no se intimida, no teme, no se justifica, en fin, no manifiesta, bajo ninguna circunstancia, ninguna duda. ¿Por qué sucede eso? Porque en él está la semilla divina, el poder de Dios, ¡el mismo Fuego de la zarza ardiente!
(*) Extracto del libro Fe y Sacrificio del obispo Edir Macedo.