Ofrecerle algo a Dios nunca fue tan doloroso. Abraham no puede abrir sus ojos sin que las lágrimas lo invadan. Las palabras le lastiman la garganta queriendo llegar al oído de Isaac, pero su boca no se lo permite. Cualquier palabra puede ofender al Señor.
Atado, sobre el Altar, se encuentra el amado y único hijo de Abraham. En sus ojos inocentes, el motivo de la fe de aquel hombre. Si no fuera por la voluntad de Dios, Abraham sería un árbol sin fruto.
Las palabras del pequeño afligen el corazón de Abraham como una lanza. Es un dolor que comienza en el pecho, lo atormenta hasta el estómago y sube violentamente a la garganta. Como un animal preso que desgarra al hombre de adentro hacia fuera. En ese momento amargo, Abraham no puede evitar que su respuesta salga casi muda, ahogada por lágrimas de impotencia.
“Heme aquí, hijo mío”
“Hijo mío. Mi hijo único.” Abraham quiere correr, salvar a su hijo, sin embargo, sabe que ese pronombre posesivo no es más verdadero. El pequeño ahora tiene otro dueño, Aquel que es dueño de todo y de todos.
Cuando se le apareció el Señor, usó palabras que no permitían una doble interpretación: “… Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto…” (Génesis 22:2).
Si el dolor es una hiena, la fe es un león. Los dos luchan por el corazón de Abraham a cada instante. Disputan el pedazo de carne y la frágil alma del hombre. Es una lucha ardua, pero la fe de Abraham no falla. Por eso levanta el cuchillo sobre el pequeño.
“… He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?” (Génesis 22:7), le preguntó el pequeño minutos antes.
“… Dios se proveerá de cordero para el holocausto…” (Génesis 22:8).
El querer ser fiel a Dios levantó las manos de Abraham, cerró sus ojos y lo hizo dar el golpe fatal.
“¡Abraham!”, gritó una voz desde los cielos, impidiéndole moverse. “¡Abraham!”
“¡Heme aquí!”, respondió Abraham durante la caída. De rodillas, entre lágrimas, miraba al suelo donde debería estar escurriendo la sangre de su hijo.
“No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único.” Génesis 22:12
Cuando recuperó las fuerzas, Abraham se levantó con su fe renovada, sacrificó un cordero que apareció enganchado en un arbusto y bautizó el lugar como “El Señor Proveerá”.
Por esa fe, el Señor hizo grande y poderosa la descendencia de Abraham, que fue a su casa lleno de alegría y esperanza por saber que Dios es bueno y fiel. Tan fiel que, 1,8 mil años después, sacrificó a su propio Cordero por amor a todos.
(Lea Génesis 22)
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