El perdón es fruto de la acción del Espíritu Santo en nosotros. Una persona no puede perdonar a otra perfectamente si no hubiera de parte del Espíritu de Dios una acción directa en el corazón de la ofendida, que es capaz de convencerla a exentar de culpa o perdonar a quien la ofendió.
Es verdad también que el Espíritu Santo, siendo Agente del perdón, produce en nosotros el arrepentimiento, a través del convencimiento del pecado, librándonos de guardar odio, rencor o cualquier resentimiento hacia alguien.
El perdón no depende del arrepentimiento
Es evidente que el principio del perdón funciona independientemente del arrepentimiento, teniendo en cuenta que es una acción unilateral, es decir, tiene que partir de la persona ofendida, aunque el ofensor no haya tomado ninguna actitud para ser perdonado.
Esto se debe a que expresa una cualidad, de acuerdo con el carácter de Dios mismo. Consideremos el procedimiento del Señor Jesús, ya clavado en la cruz, cuando dijo, refiriéndose a Sus propios adversarios y asesinos, que Lo escarnecían: “… Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen…” (Lucas 23.34).
Él no sólo oró por ellos ¡sino que también los defendió ante el Padre! Un carácter así se encuentra solo en los que tienen sus emociones controladas totalmente por el Espíritu Santo.
De la misma forma sucedió con Esteban que, mientras estaba siendo apedreado, oró: “Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió.” (Hechos 7:60).
¡Cuántas veces, mientras estamos siendo también apedreados, en el sentido figurado, oramos pidiendo venganza, justicia, fuego del cielo, el peso de la mano del Señor, etc.!
Pero el auténtico cristiano reacciona ante el odio y las ofensas recibidas, con el más profundo amor, en forma de oración y perdón. Pero, ¿cómo es posible que el perdón ocupe el lugar de la ira?
La personalidad humana es fruto del medio en el que vive, es decir, de la sociedad materialista que reina en este mundo, y eso crea en el hombre el sentimiento de auto-defensa, “ojo por ojo, diente por diente.”
Dios, conociendo la naturaleza humana, permite que el cristiano se enoje, debido a las circunstancias, sin que esa ira sea pecado, conforme vemos: “Temblad, y no pequéis; meditad en vuestro corazón estando en vuestra cama, y callad”. (Salmos 4:4). “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo.” (Efesios 4:26-27).
Observamos que la ira en sí no es pecado, mientras que sea momentánea. Todos los seres humanos están sujetos a ella; los cristianos, por más espirituales que parezcan, son capaces de tener esta reacción natural, fruto de sus emociones.
Pero la ira no puede atravesar una noche y durar hasta el día siguiente. Si permaneciera es como si se abriera un espacio en el corazón para el diablo.
¿Cómo actuar, entonces, ante la ofensa de alguien?
Si no logra controlar sus emociones de ira, es mejor dejar que los momentos de tensión nerviosa pasen y, entonces detenerse y analizar cuidadosamente las circunstancias que produjeron esa situación.
Trate de considerar el motivo del ofensor, poniéndose en su lugar, y el Espíritu Santo hará Su parte a la hora de sacar esa ira.
Todo eso es muy difícil de poner en práctica, cuando la persona no está realmente interesada en el cristianismo y en vivir su vida guiada por las normas bíblicas. Cuando, sin embargo, desea sinceramente seguir los pasos del Señor Jesús, entonces nada ni nadie podrá detenerla.
Extraído del libro “Estudios Bíblicos”, del obispo Macedo.
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