Camila Rodríguez: “Tengo recuerdos de una infancia con mucha carencia. Mi padre era alcohólico, cuando llegaba a casa nos golpeaba a mi mamá y a nosotras. Comencé a tenerle rechazo y miedo. Al tiempo mis padres se separaron. Cuando tenía 12 años probé el cigarrillo y la cerveza a escondidas. A esa edad me escapaba de mi casa. Maltrataba a mi mamá, la miraba a los ojos y le decía que la odiaba. Mi hermana y yo teníamos hipotiroidismo, me dieron medicación y debía tomarla de por vida. Con algunas compañeras del colegio nos involucramos en la magia negra, hacíamos rituales en los cementerios. Probé la marihuana, eso me llevó a olvidarme por momentos del dolor, del vacío, la amargura y la opresión que sentía. Comencé a consumirla más seguido, hasta que conocí la cocaína. Me encantó, realmente fue mi perdición, ya no me importaba nada. Peleaba con todo el mundo, mi mamá no sabía como ayudarme e hizo que interviniera la comisaria de menores, me dijo `yo hago esto porque te amo y no quiero verte muerta en una zanja´. Seguí igual, continuaba saliendo, tomando y consumiendo demasiado, hasta que comencé a inyectarme. A través de eso me contagié de HIV, no lo sabía, pero empecé a sentirme enferma y me salieron manchas en la piel. Me fui a hacer estudios y me confirmaron que tenía el virus. A partir de ahí, empecé con los intentos de suicidios, pensaba que la muerte era lo mejor que me podía pasar, pero no lograba terminar con mi vida. Todos me despreciaban y dejé de ir al colegio. Mi alma estaba agonizando adentro mío. Un familiar me invitó a la Universal, yo no quería, pero mi vida estaba echa pedazos y decidí ir. Comencé a participar de las reuniones y llegó una Campaña de Israel, no entendía qué era. Con 14 años decidí hacer mi sacrificio, lo único que tenía era mi ropa, la vendí y me quedé solo con una muda. Cuando entregué mi voto creí en el milagro. Fui a hacerme los estudios de HIV nuevamente, y al ver los resultados, la doctora nos dijo que tenía que repetirlo porque había salido negativo. En ningún momento la duda ganó en mi cabeza, tenía certeza de lo que Dios había hecho. A partir de ahí, no paré de sacrificar. Con el tiempo conocí a mi esposo y nos casamos, tenemos dos hijos, nuestra casa, nuestro auto, trabajo estable y una vida sana gracias a Dios”.
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