El Tabernáculo era el Templo móvil de Israel en la peregrinación a la Tierra Prometida. Entre los muchos utensilios, había un candelabro de oro puro.
La orden Divina era que sus siete lámparas estuviesen continuamente encendidas. Para eso, los sacerdotes tenían que colocar aceite puro de oliva constantemente. (Éxodo 27:20)
Bajo la Nueva Alianza, cada nacido de Dios es un Templo ambulante del Espíritu Santo rumbo a los cielos. Ese nuevo templo, a ejemplo del Tabernáculo, también necesita el aceite para mantenerse encendido. Su luz no puede apagarse nunca, porque representa la Presencia de Dios.
Los sacerdotes se dividían en turnos para no dejar al Templo en la oscuridad. El aceite no podía acabarse. Era sacrificio constante.
Las llamas del candelabro hoy son la fe viva y activa. Fe racional, inteligente y sobrenatural que exige el sacrificio de la propia voluntad.
Para mantener esa fe es necesario el sacrificio permanente del “propio yo” en beneficio de la voluntad de Dios.
Si hiciéramos un balance para saber por qué hay tantos creyentes apagados, vamos a constatar la falta de luz. O sea, la ausencia del Espíritu.
Y existe falta de luz porque hay falta del aceite puro.
Sin combustible no hay fuego. Sin fuego no hay luz y, consecuentemente, hay tinieblas…