“Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y Él morará con ellos; y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.”
(Apocalipsis 21:3-4)
Todas las persecuciones; todas las injusticias sufridas; toda la lucha contra nuestra carne; todo a lo que tuvimos que renunciar; todo lo que necesitamos soportar. Todo. Absolutamente todo vale la pena por esta promesa.
Nuestro futuro, si permanecemos fieles. Nuestro futuro, si permanecemos firmes; si no nos dejamos llevar por las ilusiones de este mundo; por las ilusiones del corazón. Nuestro futuro, si nuestra fe permanece viva. Si mantenemos la conciencia limpia y el corazón puro.
Futuro sin dolor, sin muerte, sin memoria del sufrimiento. Una eternidad en la presencia de Dios, sin sombra del mal. Una eternidad. Este es el regalo reservado a los que permanecen fieles hasta el fin. Los que sacrificaron durante los pocos años que vivieron en este mundo, tendrán la recompensa eterna. Por otro lado, los que eligieron hacer la voluntad de su propio corazón, encontrarán sufrimiento eterno, no por voluntad de Dios, sino por elección propia.
Los que eligieron vivir con Dios en este mundo, tendrán el privilegio de continuar viviendo con Él por toda la eternidad. El descanso de toda la guerra enfrentada en la tierra. El premio del vencedor. El premio del valiente. Podemos tener una previa de esa paz interior cuando recibimos el Espíritu Santo. Es el propio Dios dentro de nosotros. Pero nada de lo que ya experimentamos en esta vida, por más glorioso que sea, se compara a lo que nos espera. A lo que Dios ha preparado para Sus hijos.
Que esta palabra renueve sus fuerzas.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo