“En el campo de la investigación, el azar sólo favorece a los espíritus preparados”, dijo una vez el científico francés Louis Pasteur (1822-1895). En el caso de su colega escocés Sir Alexander Fleming (foto), no existe afirmación más verdadera y apropiada. La perfecta interacción entre casualidad, preparación y observación fue determinante en su mayor descubrimiento: la penicilina.
Fleming nació en Lochfield, interior de Escocia. Estudió medicina en Londres y egresó en 1906, enseguida comenzó sus investigaciones en sustancias que pudieran matar las bacterias nocivas al organismo, no a los pacientes. Trabajó como microbiólogo en la capital inglesa hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, cuando fue al frente de batalla francesa como médico militar. En el frente, se sorprendió de la cantidad de muertes en los hospitales de campaña, sobre todo las heridas causadas por armas de fuego porque se infectaban, llegando, en algunos casos, a transformarse en gangrena.
Termina la guerra, vuelve al hospital donde trabajaba en Londres, y comienza una intensa lucha para descubrir un antiséptico que ayudara a combatir las infecciones conocidas en el frente de batalla.
Aguda observación
Nuestro organismo tiene una manera particular de combatir ciertos males, produciendo o encaminando al área afectada ciertas sustancias apropiadas. Un acto banal ayudó al médico, mientras transcurría un día común de 1922: durante sus extensos estudios en el laboratorio, estornudó. Un poco del moco lanzado por el estornudo cayó en una placa de cultura de bacterias sobre el banco. Fleming no le dio importancia al hecho, sin embargo, días después, al analizar la placa en el microscopio, se dio cuenta de que algunas bacterias habían muerto, justamente en los puntos en que su moco alcanzó el vidrio. Entonces logró aislar la sustancia bactericida, que la descubrió presente en la saliva y en las lágrimas, y la nombró lisozima.
Los estudios continuaban, y en 1928, nuevamente la observación fue determinante en otro descubrimiento. En agosto, Fleming se fue de vacaciones. Como de costumbre, él debería agarrar las placas de cultura bacteriana que usaba y esterilizarlas, o guardarlas en frío. El médico simplemente se las olvidó sobre a mesa, a temperatura ambiente. En éstas, una cultura de estafilococos.
Al mes siguiente, vio algo que generalmente sería descartado: las placas estaban contaminadas con moho. Decidió ponerlas en una bandeja para limpiarlas y esterilizarlas, cuando entró un colega del hospital, el médico Daniel Merlin Pryce, para darle la bienvenida después de las vacaciones. Pryce le preguntó a Fleming cómo estaban las investigaciones, y él tomó una de las placas enmohecidas para explicar algunos detalles sobre los estafilococos. Entonces, notó, que había una especie de halo transparente alrededor del moho. Al analizar la misteriosa parte aparentemente limpia, se dio cuenta que la transparencia se debía a bacterias muertas. Ambos profesionales discutieron el asunto, y comenzó la nueva investigación.
El hongo fue identificado: era del género Penicillium. Fleming aplicó la sustancia bactericida retirada de éstos en varios tipos de bacterias, descubriendo cuáles eran sensibles a lo que llamó la penicilina.
No hubo interés de parte de la comunidad científica por el descubrimiento de Fleming, porque pensaban que la sustancia sólo servía para combatir infecciones triviales. Fleming no consiguió el patrocinio para crear un medicamento con base en el moho por un buen tiempo.
Una guerra más
Pasaron más de 10 años, e irrumpe la Segunda Guerra Mundial. Nuevamente, un combate armado cruzaría el camino de Fleming e, indirectamente, lo ayudaría. Los médicos alemanes desarrollaban remedios poderosos y eficaces para sus tropas, entre ellos las sulfamidas, que inhiben la reproducción bacteriana. Para no quedarse atrás del Eje, los Aliados invirtieron fuertemente en investigaciones. En la Universidad de Oxford, un disidente alemán, el bioquímico Ernst Boris Chain, y el australiano Howard Walter Florey, farmacéutico, estudiaron intensamente los trabajos publicados por Fleming sobre la penicilina y apostaron en la substancia. Otro bioquímico, el inglés Norman Heatley, ayudó en las investigaciones.
Los científicos de Oxford consiguieron, con los debidos recursos, desarrollar un método de purificación de la penicilina, lo que posibilitó su síntesis, producción en escala industrial y distribución comercial para la población, además de ser un buen suplemento para las tropas, que pudieron combatir mejor las infecciones en los hospitales de campaña. Fleming pudo haber patentado el descubrimiento, pero no lo hizo porque pensó que de esa forma, el medicamento sería más fácilmente difundido al pueblo. En 1945, compartió con Florey y Chain el Premio Nobel de Fisiología/Medicina (foto).
Curiosamente, Heatley quedó fuera de las celebraciones y homenajes, por circunstancias que siempre fueron bastante comunes en el medio científico: la guerra de egos en cuanto a créditos de descubrimientos e invenciones. El bioquímico fue casi completamente ignorado hasta 1990, cuando recibió de Oxford el título honorífico de doctor en medicina, el primero otorgado a un profesional que no fuera médico a lo largo de más de 800 años de la institución. El científico murió en 2004.
Volviendo a Fleming, también fue honrado, al igual que Florey, con el título de Caballero del Imperio Británico.
Sir Alexander Fleming murió en 1955, de un ataque cardíaco. Fue enterrado en Londres con honras de héroe, debido a que su descubrimiento logró salvar una innumerable cantidad de vidas también en las décadas siguientes en todo el planeta y por haber comenzado la llamada “Era de los Antibióticos”.
Preparación, curiosidad y “destino”
Años después que Fleming, un colega suyo, Ronald Hare, intentó reproducir el descubrimiento de la substancia bactericida proveniente del hongo en circunstancias semejantes a las del descubrimiento original. Pero no tuvo éxito, después de un enorme número de experiencias. Hare concluyó que “una increíble serie de coincidencias” hizo que el descubrimiento de la penicilina fuera posible. Algunas coincidencias fueron:
1. El hongo que contaminó la placa y produjo moho era uno de los tres mejores en la producción de penicilina, de todos los tipos de Penicillium.
2. Los laboratorios no estaban herméticamente cerrados, como hoy en día donde se estudian ciertas substancias. El moho que contaminó la placa de Fleming se habría introducido por una escalera cercana al laboratorio, ya que en el piso de abajo se realizaban investigaciones sobre hongos, cuyas células, suspendidas en el aire, “volaron” al nivel en cuestión.
3. El crecimiento de los estafilococos y del moho se dio lentamente, condición necesaria para producir la substancia que mató las bacterias. Como Fleming estaba de vacaciones y nadie agarró las placas para limpiar y esterilizar, el hongo pudo actuar sin interrupción.
4. En aquel mes de agosto en especial, (verano en el Hemisferio Norte) una inesperada ola de frio afectó a Londres, proveyendo la temperatura ideal para el crecimiento lento de la cultura de bacterias.
5. La entrada de Pryce en el momento que Fleming iba a limpiar las placas fue providencial. Si no le hubiera preguntado a su colega en ese minuto sobre la investigación y la placa sucia no fuera utilizada para auxiliar en la respuesta, vaya a saber cuándo alguien podría descubrir la penicilina nuevamente.
Aun con todas esas “coincidencias”, de nada hubieran ayudado sin el interés y la dedicación de Fleming, además de su agudo sentido de observación. Si la presencia de su gran distracción contribuyó para que se olvidara las placas sobre el banco antes de viajar, la ausencia de ésta fue determinante para notar las bacterias muertas. Gracias a todo eso y al buen uso de las facultades dadas al hombre por Dios, uno de los principales descubrimientos científicos del siglo 20, literalmente hablando, no se fue por la rejilla.