Existen dos tipos de humildad: la falsa y la verdadera. La falsa es, por ejemplo, cuando la persona se hace humilde delante de los superiores, con el fin de engañarlos y así conquistar su confianza para más tarde sacar provecho. Esa humildad es astuta y profundamente diabólica, y más tarde o más temprano será revelada. Hasta llegar a ese punto, mientras tanto, provoca grandes estragos entre aquellos que son humildes de verdad. La humildad que es del Espíritu Santo sucede en el corazón de la persona y se revela como un profundo sentimiento que reconoce cuan miserables somos, independientemente de lo que tengamos. Ese tipo de humildad muestra la condición de miserable pecador y siervo inútil delante de Dios, no siendo mejor que nadie. Es un sentimiento espontáneo dentro del corazón y no cambia, aunque la persona posea riquezas. En cualquier situación, ella se mantiene igual sierva fiel. Fue esa humildad lo primero que el Señor enseñó a Sus discípulos: “Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos.” Mateo 5:3
La humildad de espíritu es la única que nos hace tomar posesión del Reino de los Cielos. Todas las enseñanzas de las Sagradas Escrituras son como una semilla, la semilla de la vida, que depende de buena tierra para producir buenos frutos; esa tierra buena es justamente la humildad de espíritu.
Aunque la humildad sea una condición de aparente debilidad delante de aquellos que no tienen conocimiento de la salvación en Cristo Jesús, en realidad es fundamental en la relación con Dios, porque para considerar a Jesús como Señor es preciso someterse a Él como siervo: “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo esté, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirve, mi Padre lo honrará.” Juan 12:26
El falso humilde acepta la gloria de este mundo; asume los elogios que recibe como su derecho, y aunque diga que no, en su interior se exalta a sí mismo. Lo que lo separa del orgulloso es apenas la oportunidad. A veces hasta se engaña a sí mismo, pensando que no precisa buscar en el Señor la humildad -cree que ya la posee- sin embargo, jamás engañará a Dios.
El humilde de corazón jamás se exalta, aunque reciba la mayor de las honras; depende de Dios en todo lo que hace y no confía en la fuerza de los hombres o en la de su propio brazo.
El Señor Jesús es la mayor lección de humildad. Después de haber conquistado la victoria sobre la muerte y transformarse en el gran vencedor de todo el Universo, recibiendo el nombre sobre todos los nombres, antes de subir a los cielos, para recibir toda la alabanza y adoración y sentarse a la derecha de Dios Padre, encontró tiempo para revelarse a la pequeña María Magdalena, a quien librara de tantos demonios. Fue ella, y no alguien “importante”, quien recibió el gran privilegio de verlo antes que todos los demás.
Toda Su obra grandiosa comenzó con Su bautismo de humildad en el Río Jordán. Sobre la humildad de aquel gesto, Él se preparó para vencer la gran lucha por nosotros. A los 30 años, aunque sin ningún pecado, se humilló y fue bautizado por Juan en el mismo bautismo de arrepentimiento de los pecadores. Inmediatamente, Dios lo exaltó: una voz vino del cielo y el Espíritu Santo descendió sobre Él:
“Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.” Mateo 3:17
Es en nuestra humillación delante de Dios que cumplimos la justicia, pues ¿qué mayor expresión de justicia que aceptemos que nada somos y que Dios es perfecto y santo? ¿Existe algo más cierto o más justo que eso? La humildad es el camino seguro para recibir el Espíritu Santo en nuestras vidas.