Jonás pelea bajo la tempestad. El cielo y el agua del mar están tan oscuros que el muchacho no puede distinguir dónde comienza uno y dónde termina el otro. Ya siente el beso helado de la muerte.
Atragantado con las lágrimas del cielo, intenta orar, pero cuanto más abre la boca más agua traga y respira menos.
Sobre Jonás pasan todas las corrientes de los mares. Las aguas cercan su cuerpo y castigan su alma por la desobediencia. Mientras el abismo lo rodea, clama: “Desechado soy de delante de tus ojos, mas aún veré tu santo Templo.”
El barco, en el que estuvo hace algunos minutos atrás, ya no está. Ahora todo es agua. Y, del agua, viene el destino de Jonás: el vientre de un gran pez.
Al ver la calabacera que le sirvió como refugio de ser comido por los gusanos, Jonás pide a gritos la muerte. “Mejor es morir que vivir!” Gime bajo el sol torturante. Donde él está, nadie puede escucharlo, solo el Señor, que es omnipresente.
Jonás se apartó de la ciudad de Nínive, a fin de poder asistir al castigo de la región maldecida por Dios, pero no fue eso lo que sucedió. Así como los ninivitas se habían arrepentido de sus crímenes y aceptado a Dios, también Dios había aceptado a los ninivitas nuevamente. Y Él, estando en todos los lugares, como siempre, atiende a la súplica de Jonás.
“¿Tanto te enojas por la calabacera?”, le pregunta al profeta, con voz de quien ya sabe la respuesta.
Esa no es la primera vez de Jonás cuestiona a Dios. Hasta ayer gritaba a quien quisiera escucharlo: “¡Ah, Señor!, ¿no es esto lo que yo decía cuando aún estaba en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis, porque yo sabía que tú eres un Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte y de gran misericordia, que te arrepientes del mal. Ahora, pues, Señor, te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida.”
La indignación se debía a que el predicador, que siempre era fiel a Dios, había sido escogido para convertir al pueblo ninivita, gentío y violento. Después de intentar huir y casi morir ahogado, Jonás logró hacer que sus palabras llegaran al corazón de la ciudad de Nínive, quien se arrepintió, aceptó a Dios, ayunó, hizo penitencia y fue perdonado.
¿Cuántas veces más el Señor tendría que escuchar a Jonás pidiéndole la muerte?
En el vientre del pez, las palabras del muchacho no fueron tan duras, al contrario, suplicó por su vida. “Cuando mi alma desfallecía en mí, me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo Templo. Los que siguen vanidades ilusorias, su fidelidad abandonan. Mas yo, con voz de alabanza, te ofreceré sacrificios; cumpliré lo que te prometí. ¡La salvación viene del Señor!“
Por esas palabras el Señor lo salvó y lo hizo salvar a Nínive, pero ahora arrastrándose bajo el sol, Jonás quiere desperdiciar la vida que Dios le dio por una calabacera de la cual el muchacho no llegó a beneficiarse ni siquiera por 2 días.
“-Mucho me enojo, ¡hasta la muerte!“, grita.
Y, en su inteligencia, el Señor encierra esa aventura del profeta: “Tú tienes lástima de una calabacera en la que no trabajaste, ni a la cual has hecho crecer, que en espacio de una noche nació y en espacio de otra noche pereció, 11 ¿y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jonás 4:10-11)
Y usted, ¿cómo ha actuado en relación a su prójimo? ¿Ha tenido compasión de quien le rodea y necesita de su ayuda? ¿O lo ignora como hizo Jonás en un comienzo?