El diezmo son los primeros 10% de todo lo que recibimos y de todo lo que llega a nuestras manos que debemos, por las leyes bíblicas, darle a Dios.
La ofrenda es diferente, porque no hay ninguna obligación de los fieles, se hace de libre y espontánea voluntad.
En el diezmo, Dios ve nuestra fidelidad hacia Él; en la ofrenda, nuestro amor y dedicación a Su Obra, pero ambos, representan nuestra propia vida delante de Dios.
Las ofrendas son tan importantes que el apóstol Pablo dedicó dos capítulos de su segunda carta a los cristianos de la ciudad de Corinto:
“Pero esto digo: El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará. Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.” (2 Corintios 9:6-7)
Y también le enseñó a Timoteo el peligro de la avaricia:
“… porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores.”(1 Timoteo 6:10)
El dinero no es la raíz de todos los males, sino el amor a él lo que convierte a las personas en sus esclavas. Dios requiere exactamente nuestro dinero a través de los diezmos y las ofrendas para probar la naturaleza de nuestro amor por Él.
Dios es el dueño de todo
Para aclarar aún más el asunto sobre el diezmo, tomemos el siguiente ejemplo:
Cuando alguien tiene una porción de tierra sin cultivar, suele alquilársela a una persona, haciendo una clase de acuerdo. El inquilino está obligado a limpiar la tierra, a ararla, a matar las hormigas y los insectos nocivos, a sembrarla y cuidarla hasta la cosecha final. El locatario tiene la obligación de pagarle al propietario de la tierra parte de lo que cosechó, de acuerdo con el contrato firmado entre ambos, que casi es del 50% de su producción.
Pensando bien, cuando Dios requiere el 10% de lo que recibimos como fruto de nuestro trabajo, Él está pidiendo un poco de lo mucho que nos da. Nuestra vida, nuestra inteligencia, nuestra existencia, la tierra, la lluvia, el sol, en fin, todo lo que existe en el mundo, así como el cielo, Le pertenece, y nosotros no somos más que meros administradores de lo que es Suyo. Podemos entender mejor esto en la siguiente oración de David:
“Tuya es, oh SEÑOR, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son Tuyas…” (1 Crónicas 29:11)
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(*) Fuente: libro “Diezmo: Los primeros frutos”, del obispo Edir Macedo.
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