La Palabra son las maravillosas promesas de Dios
Se cuenta que hace muchos años sucedió un hecho muy interesante en el reino de Vertalona, al Norte del Mar Adriático. En ese momento, el reino era gobernado por un rey extremadamente católico, que en todo obedecía las orientaciones del clero. En ese panorama, cualquier persona que se rebelara contra las imposiciones de la religión católica era excomulgadas, juzgada y condenada a muerte, como practicante de brujería y hechicería.
La lectura de la Biblia Sagrada era permitida solo a la autoridad católica, y leída en latín al pueblo, en la misa. Es claro que las personas simples solo oían la lectura del texto, pero nada comprendían y tampoco se animaban a preguntar.
La palabra del padre era incuestionable, siendo solo él el único conocedor de la Palabra de Dios y Su voluntad.
Ni el rey se animaba a levantarse en contra del poder del clero, temiendo que Dios lo castigara.
Sin embargo había un hombre que no les tenía miedo a los padres. Era el tabernero que proveía de vino al monasterio. Muchas veces había presenciado el enfrentamiento de los religiosos y la manera como se comportaban lejos del altar y del pueblo, y como se emborrachaban. Acostumbrado a llevar y buscar los toneles de vino, que supuestamente serían usados en ceremonias religiosas, conocía bien quien eran los sacerdotes y lo que hacían a escondidas.
En una de esas idas al convento, el tabernero se apoderó de una Biblia, la cual pasó a leer todos los días con extraordinario interés. Conociendo la verdad, se indignó con la religión oficial.
No tardó en enseñar a los otros las maravillosas promesas que Dios anunciaba en Su Palabra. Tocado por lo que leía, dejó la taberna y pasó a dedicarse aún más al estudio y enseñanza de la Palabra de Dios.
Otras personas, que escucharon sus enseñanzas, pasaron igualmente a compartir con él esa experiencia y un estímulo general comenzó en el reino. En un momento había más personas reuniéndose en casa del ex- tabernero de las que se reunían a los pies de los sacerdotes a la hora de la misa.
Eso era humillante, una ofensa, pensaron los padres. Llevaron el asunto al rey que prometió tomar severas providencias y, sin demora, decretó que el pobre hombre fuese llevado a la prisión, para ser juzgado por su “crimen”.
Los que se congregaban con él se quedaron sumamente tristes y apelaron al rey, sin éxito. El juicio fue marcado y el comentario general era que él sería condenado a muerte.
El día del juicio llegó. Los sacerdotes, con sus sotanas negras, sentados frente al trono del rey, ocupaban las gradas construidas en la plaza central, donde llevaron al hombre, para ser juzgado.
Cuando lo trajeron, el rey determinó que las acusaciones fueran leídas. Los padres lo acusaban de que, enseñando la Biblia, el hombre quebraba la ley sagrada de Dios y del papa, haciendo algo que nunca nadie antes se había atrevido a hacer, con el agravante de haber cometido ese pecado en presencia de muchos testigos.
Antes de proferir una sentencia, el rey dio al hombre una oportunidad de defenderse.
– Su Majestad – comenzó el predicador – juzgue mi causa como mejor le parezca. Hoy soy acusado de quebrar la ley de Dios y, por lo tanto, estoy dispuesto a morir. Pero me gustaría usar en mi defensa el hecho de que nuestro Señor Jesucristo, en su momento, también quebró la ley de Dios, lo cual nunca nadie antes de Él se había atrevido a hacer, y lo hizo en la presencia de muchos testigos, y aún así fue perdonado por el Padre.
– ¿Qué ley de Dios Jesús quebró?, preguntó el rey, con mucha curiosidad.
– Pregunte al clero. Su Majestad sabe que hoy estoy acusado de enseñar lo que no se. Seguro que ellos podrán confirmar mis palabras y satisfacer la curiosidad del rey. Si no supieran, seré feliz al probar mi defensa y revelar al rey esa verdad, a cambio de mi libertad – dijo el acusado.
Indignado al respecto, el clero se negaba a esa hipótesis. Por más que los padres no conocieran la Biblia como debían, apostaron que sería imposible que el acusado probara su defensa y, por lo tanto, unánimamente acordaron en garantizarle la libertad si podía probar su defensa.
– La Palabra de Dios dice – comenzó el acusado – que, habiendo despedido a sus discípulos en una barca, Jesús permaneció en tierra, orando en el monte. Pero cerca de la tercera vigilia de la noche, vino andando sobre el mar, para ir con Sus discípulos en la barca. Pido al clero que confirme si mis palabras están o no escritas en el texto de la Palabra de Dios.
– ¡Sí están! – confirmó el clero – ¿Qué tiene eso que ver con la defensa que quiere probar? – preguntaron.
– Como se puede observar, el clero acusador confirma mis palabras y me garantiza la libertad. Al andar sobre las aguas, el Señor Jesús quebró la ley de Dios llamada Ley de Gravedad, que rige a todos los hombres y los astros. Hizo lo que nadie antes había hecho en la presencia de muchos testigos.
El rey y el clero estaban espantados con la astucia del predicador. Como habían prometido delante de todo el pueblo, tuvieron que liberarlo. La historia es curiosa y la persecución continúa. Para escapar de ella, realmente necesitamos de la simplicidad de la paloma y la sagacidad de la serpiente.
¿Quieres más? Síguenos y comparte nuestra pagina en Facebook