Había un joven africano que no frecuentaba la iglesia y poca importancia le daba a la oración. Vivía en Mozambique pero soñaba con emigrar a Sudáfrica. En ese país vecino le parecía que tendría mejores condiciones de vida y laborales también. Como no tenía permiso para cruzar la frontera, decidió ir por el medio del campo, atravesando los campos y montañas que separaban esos países.
Así él partió en búsqueda de su sueño. Cuando el sol se puso sintió miedo porque los campos de África están llenos de leones feroces, que salen a cazar en la oscuridad de la noche.
De repente, oyó el terrorífico rugido y vio el brillo de los enormes ojos del león. Con el cuerpo temblando, cayó de rodillas y empezó a orar como nunca antes había hecho.
Pasados algunos instantes sin que hubiese pasado nada, abrió un poquito los ojos y, para su sorpresa, vio que el león también estaba de rodillas, haciendo una oración.
El muchacho se llenó de coraje. La oración parecía haber funcionado. A fin de cuentas, aunque nunca había buscado a Dios, había conseguido salvarse de esa situación. Sin miedo, se levantó y dijo:
-Muy bien, león. ¡Estoy muy feliz de ver que usted también es cristiano!
A lo que el rey de la selva respondió:
-¡No, sucede que nunca dejo de hacer mi oración antes de la comida!
Sabio es aquel que anda siempre con Dios, aún antes de que el león aparezca. El que vive en comunión constante con Su creador disfruta de lo mejor de la vida. Cada día planta la buena semilla y va a cosechar con abundancia por el resto de su vida.