Muchas personas desean hacer la Obra de Dios. Más que eso: ansían desesperadamente por ella.
De hecho, hacer la Obra de Dios es gratificante, pero es preocupante notar la ansiedad de algunos en formar parte de ella.
Es preocupante porque no vemos en esas personas las mismas ansias en servir a Dios, en agradarlo, en conocer Su voluntad para sus vidas. Lo que quieren en realidad es realizar su sueño, un capricho personal, sin importarles si ese es el sueño de Dios para ellas. Así, ponen en riesgo la propia Salvación.
Quien de hecho tiene en su interior el deseo sincero de servir a Dios, Lo sirve, independientemente de título o posición. Dentro de esa persona existe el espíritu de siervo, y por eso ella ve la oportunidad de servirlo donde nadie más la ve.
Ella no se preocupa si está siendo o no observada por el pastor. Ella sabe que el Pastor Supremo todo lo ve, y es a Él a Quien ella quiere agradar.
Temor, sumisión, renuncia, entrega, obediencia y humildad son características inherentes a ella, no hay esfuerzo para hacerlas traslucir, simplemente porque forman parte de ella. Es su esencia.
Ella no busca reconocimiento, palmadas en la espalda, elogios. Tampoco le importa si no es notada. Ella sabe que Aquel cuyos ojos pasan por toda la Tierra la ve, por eso tiene paz de espíritu y confía en su llamado.
Ser para tener
Lamentablemente, ese espíritu de siervo no es visto en muchos candidatos a la Obra de Dios. Lo que se ve son personas esperando “tener” para “ser”, cuando en realidad debemos “ser” para “tener”.
Quieren tener el título de obrero, de pastor, para entonces comenzar a ser más espirituales, más siervos, más usados por Dios, más, más y más. Se olvidan de una de las enseñanzas bíblicas más básicas de Jesús: dar para recibir.
Darse a sí mismo en favor de los afligidos, de los perdidos, como Jesús se dio por nosotros. Y eso involucra dolor, renuncia, negarse a sí mismo, sacrificio, altruismo, entrega. Y son pocos los que están dispuestos a esto.
Se engañan diciendo que quieren servir a Dios, pero su conducta demuestra exactamente lo contrario: lo que realmente quieren es servirse de Dios y de la Obra de Dios.
Por esa razón sucumben en el medio del camino, exhaustos, sin fuerzas y agotados espiritualmente, porque ven a la Obra de Dios con ojos carnales. Contemplan apenas lo visible, como la punta de un iceberg.
Es necesario pagar el precio
Es común que las personas nutran cierta admiración por los obreros, pastores y esposas de pastores. Ven a los obreros uniformados en el salón de la iglesia, sonrientes y siempre tan serviciales, y ven todo esto hermoso. Quedan encantadas cuando el pastor los pone en el altar, ora por ellos y habla de la importancia y de la santidad de la Obra de Dios.
Ven a las esposas y a los pastores siempre bien vestidos, felices, viviendo una vida totalmente dedicada a Dios y desean ser como ellos. Desean la vida de ellos. Desean lo que ellos tienen. Pero, ¿estarían dispuestos a pagar el precio que ellos pagaron para llegar hasta allí?
Desconocen los caminos llenos de espinas que tuvieron que recorrer y las heridas y cicatrices causadas por esas espinas. Las lágrimas que tuvieron que derramar para hoy poder sonreír.
La Obra de Dios es mucho mayor y más amplia de lo que nuestros ojos pueden ver. Muchos se olvidan de que, sumergido en las aguas, en las profundidades del océano, está la parte más grande de ese lindo iceberg, del cual solo logramos ver la punta. Pero es lo que está escondido que sustenta lo que está visible a los ojos de todos. Es lo invisible que sustenta lo visible.
La fuerza del iceberg está en su estructura, que tiene sus raíces en las profundidades de las aguas y resiste a todas las amenazas y peligros que lo rodean. Su fuerza es capaz de hundir al más imponente de los navíos.
El verdadero siervo
Así es aquel que verdaderamente es siervo del Altísimo. Su fuerza no está en el título, en la posición y mucho menos en el uniforme, sino en su dependencia de Dios, en la comunión que mantiene con su Señor. Y, así como la de un iceberg, su fuerza es capaz de hundir el infierno entero que se levanta contra él, porque su fuerza no está en lo que es visible, sino que sus raíces están muy bien arraigadas en el Dios invisible. Y, por lo tanto, no hay lucha, dificultad, persecución o hambre que la hagan desistir ni mirar hacia atrás, porque sabe a Quién ha servido.
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