La alegría, como fruto del Espíritu Santo, es absolutamente diferente de la alegría provocada por el mundo en sí, porque ésta, como fruto de la imaginación humana, a través de bromas, embriaguez o cosa semejante, tiene una duración limitada, como una nube pasajera que, después de su pasaje, muchas veces deja un rastro de tristeza y dolor insoportable. Mientras que la alegría proveniente del Espíritu de Dios es algo que brota dentro del infinito de nuestros corazones y perdura por toda la eternidad. Nadie puede sacarla de nosotros, muchos menos los problemas que enfrentamos, pues como una fuente de agua que se vuelve más abundante con las tempestades, así también es la alegría que viene de Dios, por Su Espíritu.
Pero ¿cómo es la alegría del Espíritu Santo? Bien, cuando se habla de alegría, nuestra mente nos lleva rápidamente a pensar en muchas risas y carcajadas nacidas en los hechos alegres en la vida. Sin embargo, la alegría como fruto de Dios en nosotros significa un estado permanente de gracia delante del Señor, una satisfacción constante por la certeza de que todas las cosas referentes a nosotros están absolutamente en las manos de Dios, y por eso, está esa seguridad. Como ejemplo, podemos citar a los ángeles delante de Dios en nosotros significa un estado permanente de gracia delante del Señor, una satisfacción constante por la certeza de que todas las cosas referentes a nosotras están absolutamente en las manos de Dios, y por eso, está aquella seguridad. Como ejemplo, podemos citar a los ángeles delante del trono del Altísimo, que viven en un constante estado de satisfacción, sin que haya una variación de sentimiento.
Claramente las condiciones entre los seres humanos y los ángeles son bastantes diferentes, y por eso aún es prácticamente imposible mantener un padrón constante de alegría como los ángeles. Eso no significa que nuestro interior se altere o se vacíe de aquel placer real de satisfacción, una vez que eso se revela dentro de nosotros permanentemente por la presencia del Espíritu Santo. Y allí está el gran valor de nuestra fe que, aún sin ver a Dios, creemos en Él de todo nuestro corazón.
Además de eso, la alegría de aquellos que están conectados a Dios por la fe en Su Hijo Jesucristo es la respuesta de la salvación, tal como dice el Señor Jesús cuando los discípulos volvieron alegres por que habían expulsado muchos demonios, y el Señor agregó: “No obstante, no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos.” (Lucas 10:20). Esta alegría es inmensurable e inexplicable, sin embargo, solamente los que tuvieron la experiencia del nuevo nacimiento pueden entender lo que ella significa.
(*) Texto extraído del libro “El Espíritu Santo”, del obispo Macedo.
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