Y le dijo a su sobrino: “¿No está toda la tierra delante de ti?”, (Génesis 13:9). Lot era rico materialmente, pero muy pobre espiritualmente. La condición espiritual de alguien es medida por sus ojos. Si usa los ojos físicos, estos siempre son codiciosos, como en el caso de Lot. Consecuentemente, su elección será incorrecta.
Si la persona mira con ojos espirituales, e ignora los físicos, entonces su elección será correcta. Los ojos espirituales son los ojos de la fe y de la razón, mientras que los ojos físicos son los del sentimiento y de la emoción. Las actitudes tomadas por los ojos de la fe resultan bien; las actitudes tomadas por los ojos de la emoción resultan mal.
Abraham andaba siempre con los ojos de la fe y, por eso, le dio a Lot el privilegio de escoger el mejor camino, mientras él continuó andando con los ojos de la fe. Por eso le dijo a
Lot: “Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda”, (Génesis 13:9).
En otras palabras, ‘no te preocupes por dejarme la peor parte, porque yo haré que sea la mejor’. “Y alzó Lot los ojos y vio toda la llanura del Jordán, que toda ella era de riego, como el huerto del Señor, como la tierra de Egipto en la dirección de Zoar, antes que destruyese el Señor a Sodoma y Gomorra”, (Génesis 13:10). ¿Qué tipo de ojos usó Lot? ¿Los físicos o los espirituales?
Zoar era una ciudad muy hermosa, pero muy pequeña para abrigar a Lot y a sus bienes. Al principio, su elección fue muy acertada, pues como los ojos físicos llevan siempre
una respuesta rápida al corazón, él había optado por lo “mejor”.
Pero más tarde constató que su elección fue terriblemente desastrosa, porque terminó perdiendo a su mujer, su riqueza y, lo peor de todo, la compañía del hombre de fe y amigo de Dios: Abraham.
La familia de Lot se redujo a dos hijas, y por fuerza de las circunstancias, él terminó teniendo que habitar en una caverna con ellas; cometió incesto y engendró dos pueblos, moabitas y amonitas, que más tarde se tornaron enemigos del propio pueblo de Dios.
Los ojos espirituales de Lot ya no funcionaban más y, llevado por la envidia y por la codicia, “fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma”, (Génesis 13:12). Es decir, cuando se pierde la visión espiritual, son los ojos físicos los que pasan a dirigir la vida.
Los ojos físicos no pueden ver a Dios, mucho menos hacer Su voluntad. Por eso, ellos siempre nos conducen hacia el mal. ¡Así fue con Lot! Sus ojos físicos lo condujeron hacia Sodoma, y “los hombres de Sodoma eran malos y pecadores contra el Señor en gran manera”, (Génesis 13:13).
La importancia de andar con los ojos espirituales, o los ojos de la fe, se debe al hecho de que con ellos podemos ver a Dios en todo lo que hacemos. Solo actuando así tenemos la capacidad de huir del mal. Pero cuando nos dejamos llevar por los ojos físicos, automáticamente ignoramos al Señor a nuestro lado y pasamos a satisfacer solamente los instintos de la carne.
Por eso el Espíritu Santo, a través de Pablo, nos enseña: “No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas”, (2 Corintios 4:18).
Toda la desgracia de Lot comenzó cuando se separó de Abraham. Hasta entonces, tenía familia, era rico, tenía seguridad y era feliz, porque andaba en la luz de su tío. Al separarse de él, perdió la visión espiritual, quedándose nada más que con la física.
Cuando alguien abandona la fe sucede lo mismo, pierde la visión espiritual y pasa a andar con los ojos de la codicia, de la ambición y de la envidia. Conclusión: va cayendo, cayendo,
hasta llegar a Sodoma, como sucedió con Lot. Allí entonces comienza a perder todo: familia, salud, dinero, en fin, incluso lo poco que tenía. Y termina teniendo que vivir
en la caverna, disgustado de la vida, desanimado, sin fe, sin esperanza y sin perspectiva.
Lot podría haber rechazado el pedido de su tío y convencerlo para que lo dejara quedarse con él, restableciendo la comunión perdida. Pero con seguridad Lot estaba cansado de ser liderado y vio una gran oportunidad de verse libre de alguien que no tenía un destino definido.
(*) Fragmento extraído del libro “La Fe de Abraham” del obispo Edir Macedo.
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