Antes de entrar propiamente en el asunto de los dones espirituales, debemos llamar la atención de los interesados a ponerse a disposición del Espíritu Santo para hacer Su obra. Aunque los dones sean de gran importancia y grandeza, mucho más importante que hacer Su obra es posicionarse delante del Dios Vivo como un verdadero hijo.
No son pocos los que en el afán de hacer la Obra de Dios se olvidan de lo que son y de lo que significan para el Dios Vivo. Lo que hacemos en beneficio del engrandecimiento del Reino de Dios aquí en la tierra no es más importante que lo que somos para Dios.
Un padre que ama a su hijo estará más preocupado con su formación moral y espiritual que propiamente con sus actos. Entonces, ser es mucho más importante que hacer. No quiero con esto disminuir la importancia de los dones, sino al contrario, para mí los frutos del Espíritu revelan el carácter de Dios en el cristiano, mientras que los dones del
Espíritu revelan el resultado, el ejercicio de la entera relación con Dios. En otras palabras, los frutos significan el ser, mientras que los dones significan el hacer. Pero, ¿cuál es la razón por la que hablamos así? Es porque, en verdad, muchos cristianos con poco conocimiento van por el mundo curando, liberando, haciendo muchos milagros, sin mantener un contacto íntimo con su Padre celestial. Al contrario, porque piensan que tienen los dones espirituales, descuidan los frutos del Espíritu y acaban dando lugar a las pasiones de la carne, apagando al propio Espíritu de Dios.
Los dones del Espíritu Santo reflejan las diferentes modalidades en la ejecución de la obra de Dios y todo cristiano tiene el deber manifestar la gloria de Dios en este mundo, a través de estos instrumentos que Su Espíritu le proporciona, tanto con los frutos como con los dones. Además, cuando los frutos están siempre en primer lugar, los dones son una consecuencia totalmente natural.
Cuando el Señor Jesús envió a Sus primeros discípulos a hacer Su obra, les dio una orden: “Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia.” (Mateo 10:8).
Esta orden nunca hubiera podido llevarse a la práctica si el mismo Señor no les hubiese dado capacidad para obedecer. Naturalmente, Dios no podría ser incoherente al punto de mandarnos a hacer algo que está por encima de nuestras posibilidades de hacerlo, por eso mismo es que Él los capacitó con los dones del Espíritu Santo, para que realizaran Su voluntad.
Después de haber comisionado a los 12 apóstoles, el Señor hizo lo mismo con 70 hombres, dándoles la misma autoridad y poder con el objetivo de ayudar a las multitudes necesitadas de, al menos, un milagro en sus vidas.
Esta orden del Señor nunca fue revocada, pues tiene que ser obedecida en el día de hoy tanto como en los días de los apóstoles, porque el Señor de aquella época es el Señor de hoy. Él es el mismo ayer, hoy y lo será eternamente; por eso, Su palabra tiene que funcionar hoy de la misma forma que en el pasado.
(*) Texto extraído del libro “El Espíritu Santo”, del obispo Edir Macedo.