Existen días que no son fáciles. Y comienzan de igual modo.
El despertador no suena, usted se despierta tarde, eufórico, pensando en la ropa que se pondrá, el camino que tomará, y, de repente, se golpea el dedito del pie con la esquina de la cama. Inmediatamente piensa: “Debería haber dormido todo el día”. Pero eso no es posible, luego se restablece y continúa a las apuradas.
Toma un poco de café, agarra cualquier galleta del armario y sale corriendo. Llega para entrar en el auto y algo le llama la atención: una raya enorme, de punta a punta. El tiempo vuela y no hay mucho que lamentar, el daño está hecho y no hay nadie a quien culpar. Lo mejor es seguir.
Y como era de esperarse: mucho tránsito. Nada más. El fuerte sol, calentando el interior del auto y, claro, la paciencia.
Luego viene ese pensamiento: “No tendría que haberme levantado hoy”.
Llega al trabajo atrasado y muy nervioso. El jefe pregunta el motivo del retraso y, después le llama la atención: “Usted tiene que aprender a salir más temprano de casa”.
En medio de la euforia por poner todo en orden y al día, el teléfono suena. Una noticia. Un susto. Una tristeza. Un llanto. La desesperación.
Quizás todo lo que sucedió hasta ese momento había anticipado lo que vendría: la muerte de un ser querido. El mundo se desmorona. Nada está en su debido lugar. El nerviosismo y la euforia del día a día se vuelven pequeños en ese instante.
Ningún abrazo, ninguna palabra sería capaz de mitigar el dolor. La soledad es la que domina ahora. No logra ver nada más en su vida que sea bueno, a nadie a su lado. Lo mejor de su vida se fue, no importa nada más.
Nos olvidamos de las promesas
La tristeza y la soledad son tan latentes, que nada viene a la memoria. Parece que la esperanza se fue y nada tiene solución.
“Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo.”, (2 Corintios 12:9).
No es en vano que el apóstol Pablo dijo eso. Él fue perseguido por hablar del amor de Dios, por predicar el Evangelio, por el amor a Cristo. Y por mucho menos nos hemos quejado y entristecido. Si él fue capaz de sentir placer en sus debilidades, cada uno de nosotros también los es.
Más adelante sabremos que, en realidad, en el momento en que pensamos que estamos débiles, sin fuerzas, era el momento en que estábamos más fuertes, porque estábamos aprendiendo a valorar alguna cosa, sea a las personas, al lugar o incluso a la propia vida.
No estamos solos. Él siempre estará con nosotros, independientemente del momento, de las situaciones, de las tristezas. Él nunca desistirá de cada uno de nosotros. Él siempre tiene un gran y maravilloso propósito.
En momentos como esos, en días difíciles, recordemos lo que Dios nos dice: “… he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo…”, (Mateo 18:20).