Ha sido asombroso el número de suicidios en todas partes del mundo. Y por más que las autoridades gubernamentales y médicas intenten dirimir este problema, ha crecido y se ha esparcido, incluso en el seno cristiano.
Los motivos de los que abrigan ese pensamiento o de aquellos que registraron sus razones antes de quitarse la propia vida, giran en torno a las decepciones en la vida amorosa, a la pérdida patrimonio o de seres queridos, a la dependencia química, al desempleo, a los abusos sexuales, pero el de mayor incidencia es la depresión.
Hay una multitud de personas deprimidas, solitarias y tristes en el interior de sus casas gritando por socorro. Gente que llora todos los días, porque ya no logra ver la salida para el dolor que consume a su alma.
La depresión roba la voluntad de vivir y hace que la vida carezca completamente de sentido. Esto ocurre de manera que la familia, la profesión, el dinero o los amigos pierden el significado.
Para el depresivo no importa si el cielo está azul, si los árboles están florecidos o si los hijos necesitan atención. Su falta de ánimo, fuerza y alegría, no le permiten ver la belleza de la vida, la necesidad de las personas a su alrededor o las oportunidades de recomenzar y ser feliz nuevamente.
Y, en el auge de la angustia, vienen las ideas de suicidio. Pensando en poner fin al dolor del alma, el ser humano ignora que, si comete tal acto, se colocará para siempre en un sufrimiento infinitamente mayor: el infierno.
Digo esto porque Dios es el Dador de la Vida, y solo Él puede sacarla. Quien le pone fin a su existencia física de forma consciente se está apoderando de un derecho que Le pertenece solamente al Creador. Es por eso que en el Decálogo está escrito: “No matarás.” Ese Mandamiento vale tanto para los homicidas, como para aquellos que se matan a sí mismos.
Pero no estoy aquí solo para decir que es pecado suicidarse, sino para mostrar que existe cura para su dolor, sea cual sea. A fin de cuentas, Jesús dijo: “TODO es posible al que cree” (Marcos 9:23). La palabra “TODO” incluye la restauración completa de su alma, de su cuerpo y de su vida en todos los sentidos. Consecuentemente, aquel que de hecho cree en las promesas de Dios, JAMÁS desistirá de vivir.
La historia de Job es un ejemplo de esa perseverancia en las promesas Divinas, pues incluso después de haber perdido a todos sus hijos, sus bienes, su salud y su prestigio en la sociedad de la época, no aceptó la sugerencia de su mujer de maldecir a Dios y desistir de la vida. En otras palabras, ella quería decir que era inútil que Job mantuviera la fe en Dios y que su vida ya no valía la pena. Él no oyó ese mal consejo, pero muchos lo oyeron y desistieron de vivir.
Incluso viviendo el más alto grado de aflicción, Job llamó loca a su mujer por decir aquello, porque confiaba en que el socorro Divino lo alcanzaría.
Entonces, usted que está siendo bombardeado por pensamientos de ponerle fin a su vida, yo sé que, en el fondo, ¡no quiere eso! Usted quiere la solución de sus problemas y un fin a su dolor, ¿no es así? Y la fe puede traerle ahora esa solución, basta que usted invoque al SEÑOR con todas sus fuerzas.
Vea a sus problemas con las “lentes” de la confianza en Aquel que nos invita a entregarle nuestra vida, y no a destruirnos. Al actuar así, usted prueba que cree en Dios, y que su fe es mayor que cualquier sufrimiento que golpee a su puerta.
Que este texto sea como una boya, para sacarlo de ese mar de sufrimiento. Usted puede revertir la situación, superar este mal momento, ser feliz y realizar sus sueños. ¡No se mate! Viva, y viva para testimoniar la grandeza del Dios que:
“Levanta del polvo al pobre, del muladar levanta al necesitado para hacerlos sentar con los príncipes, y heredar un sitio de honor…” 1 Samuel 2:8