“El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar no la conocerá más. Mas la misericordia del Señor es desde la eternidad y hasta la eternidad sobre los que le temen, y su justicia sobre los hijos de los hijos; sobre los que guardan su pacto, y los que se acuerdan de sus mandamientos para ponerlos por obra.” (Salmos 103:15-18)
Al leer ese Salmo ayer a la noche, me quedé pensando en lo pequeños que somos. Estamos aquí hoy y mañana ya no estamos más, y la vida continúa. Lo Único que permanece es Dios y, aun así, las personas se olvidan completamente de eso, y siguen con su vida como si Él no existiera.
Por otro lado, se inclinan a creer en todo tipo de mentira que les lanzan, como en un “juego del quemado”, en el cual a veces logran escapar sin que los toquen, pero como en cualquier juego siempre hay perdedores; y, muchas veces, las mentiras alcanzan a las personas completamente. Y esas mentiras rápidamente dominan sus mentes, llevándolas a todo tipo de conclusiones equivocadas y a vivir basadas en mentiras, como si fueran verdades.
Yo aprendí a reconocer que mi mundo no es todo. Hace algunos años me di cuenta de que mi vida no es el centro del universo y que no debo considerar cada mentirita que las personas dicen con respecto a mí, o cada problemita que se levanta contra mí. Claro que mis nervios van a mil cuando eso pasa, pero rápidamente recuerdo: no es el fin del mundo.
Por eso, si hay algo que realmente merece toda mi atención en este mundo es mi fe, pues ella me lleva a lo que de hecho permanece: LA ETERNIDAD CON DIOS.
(*) Texto extraído de blog de Cristiane Cardoso.