Jesica Sánchez y Sebastián Moreno estaban enamorados, creían que eran el uno para el otro, por lo que decidieron dar uno de los pasos más importantes de sus vidas: formar una familia. Anhelaban ser felices, tenían muchos planes y proyectos, sin embargo, con la convivencia surgieron problemas que los llevaron a cuestionarse si en realidad se amaban.
Sebastián era muy celoso, cuando él se iba a trabajar, ella se tenía que quedar encerrada en la casa, si salía él se enojaba y empezaban las peleas por su desconfianza. “Todo era motivo para que él se enojara y armara una escena por sus celos. Entonces, comenzaban las peleas, primero eran agresiones verbales, pero con el tiempo empezó a agredirme físicamente”, cuenta Jesica al recordar esos momentos.
El tiempo pasó y llegó su primera hija, ni la llegada del bebé hizo que la situación cambiara entre ellos. La violencia era algo cotidiano. Cuando nace su segunda hija, Jesica sabía que las pequeñas iban a crecer en un ambiente de gritos y violencia y no era lo que quería para sus hijas.
Cuando Sebastián pierde su trabajo, los problemas económicos no tardaron en aparecer y Jesica entró en un estado depresivo profundo. Justo cuando pensaba que su familia ya estaba perdida, recibe una invitación para participar de las reuniones de la Universal.
“No lo pensé dos veces, no teníamos otra alternativa, entonces hablé con mi esposo para que fuéramos a la iglesia. En las reuniones aprendimos a usar la fe para cambiar en primer lugar nosotros y después para luchar por nuestra vida económica. Decidimos cambiar y eso hizo que nuestra relación cambiara, el amor y la confianza se fortalecieron y nuestro trato pasó a ser otro. Nuestras hijas comenzaron a notar que estábamos diferentes, ellas ahora están tranquilas porque ven el amor que tienen sus padres y eso les da seguridad”, afirma Jesica.
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