Machhad, Irán, 9 de abril de 2013. Alzado a más de 3 metros de altura, el hombre sabe que va a morir. El día está despejado, pero sus ojos vendados nada pueden ver. De todos los sentidos, lo que más le sirve en ese momento, si es que le sirve para algo, es la audición. Él cuenta con la capacidad de escuchar a las decenas de personas, que se aglomeran a su alrededor, para asistir al show.
De la horca improvisada no podrá escapar, ya que tiene los pies y las manos atados y nadie lo ayudará. Como sucede frecuentemente, el hombre morirá en una plaza pública por cometer un crimen, en este caso, el homicidio de un policía. Lo repetitivo de este hecho lo vuelve algo común. Ayer un hombre fue azotado por alcoholizarse. La semana pasada le cortaron la mano a un muchacho por haber robado. Hace 15 días una mujer fue apedreada hasta morir, por cometer adulterio.
La ley es esa. Es lo que dice la religión y el Gobierno. Cada crimen es castigado según lo manda Sharia, un sistema político basado en las enseñanzas del Islam. Frente a todo esto ¿qué puede esperar un asesino condenado? Nada, sólo que el dolor termine.
La orden es oída, todo el peso del cuerpo cae sobre el cuello atado. En ese momento, entre el bullicio del pueblo, se escucha la voz de la viuda del policía: “¡Yo lo perdono!”
Inmediatamente todos a su alrededor socorren al muchacho colgado, que es salvado. Después de las palabras de la muchacha cuyo marido fue asesinado, el hombre no es más un homicida. Él tiene nueva vida.
Teorizando
¿Quien tiene el poder de perdonar? La familia del policía que perdió la vida perdonó al asesino. Según las leyes de Irán, ahora basta que él pague algo más de 72 mil reales y pase un tiempo en prisión para librarse del rótulo de “asesino”.
Recurro a ese ejemplo extremo para lanzar la pregunta: ¿Quién tiene el poder de juzgar?
Aunque esté de acuerdo en que la Justicia terrestre debe castigar, también creo que la Justicia divina no falla. Y, si los hombres están entregados a dos entidades para el juzgamiento, ¿por qué me encargaría yo de una función que no es mía?
El sentimiento juzgador que de vez en cuando nos visita tiene la capacidad de corroer no sólo la mente, como también el corazón, el hígado y el alma. Desear el mal, aunque sea en el nombre de la justicia, atrae el mal. ¿Cuántas veces usted ya ha desistido de una venganza? Pregúntese el porqué. “No valía la pena”, es tan solo una forma de expresar que causar el mismo mal al otro no sería bueno ni para usted ni para él.
No estoy diciendo que los errores deben permanecer impunes. Al contrario, defiendo que eso no sucederá. Por la mano del hombre o de Dios, todos recibiremos nuestras recompensas. Pero, prefiero concentrarme en lo que traerá el bien hacia mí y a quien está a mi alrededor. No voy a ocupar mi mente con lo que es destructivo.
Aplicando
Hasta aquí es fácil, porque pensamos en crímenes grandes. Pero, ¿y los errores pequeños? ¿acostumbramos perdonarlos?
Está escrito en Mateo 6:14-15: “Porque si perdonáis a los hombres sus transgresiones, también vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras transgresiones.”
Perdonar no es apenas decir que perdona, sino efectivamente pasar por encima de la equivocación (no al que se equivocó).
Olvídese de que aquella persona habló mal de usted, de que el otro lo perjudicó, que alguien dijo que dicen que dijeron algo. Sólo viva. El bien tiene el poderoso efecto de la multiplicación. Viva su bien y él abrazará su mundo.
¿No es el ejemplo de Jesús el que debemos seguir? Pues Él, en el proceso de su muerte, perdonó al ladrón arrepentido y le dio nueva vida. Conceda también usted la nueva vida. De el beneficio de la segunda, tercera, enésima chance.
El perdón es una arma muy fuerte, que sólo los poderosos saben usar.
Recuerde: si 70 x 7 es un número alto, evite contar. Solo haga lo que se debe hacer. En este caso, perdonar.