Fui arrastrada por los brazos como una condenada. Aquellas manos eran peores que las cadenas de acero. Las cadenas apresan el alma y el cuerpo, pero no lo odian. Estaba camino a mi sentencia, pero había sido juzgada antes de haber estado frente al juez. Sin que importara lo que yo dijera, fariseos y escribas me miraban como si fuera el peor demonio jamás visto.
El tiempo que pasé en aquel recorrido rumbo a la muerte es indescriptible. Podrían haber sido algunos minutos o muchas horas. Nunca sabré decirlo. Sólo sé que la humillación de ser arrastrada por la ciudad en la que vivo, bajo las miradas y juicios de todos los que me conocen, es capaz de matar a un alma.
Al principio intenté explicarme, pero nada escucharon de mi. Después me rebelé, pero cuanto más buscaba ser soltada, más presa estaba. Cuanto más gritaba, más gente aparecía para mirar y seguir aquella procesión fúnebre. Luego me di cuenta de que el silencio era mejor, atraía menos curiosos vengativos.
Soltaron mis manos, pero aun sentía el calor de los dedos apretando mi piel. Lanzada en medio a una ronda, no me sentí liberada. Al contrario, ese fue el momento en el que fui más violada. Los ojos son capaces de herir más que cualquier arma. Si en mi mente las decenas de personas de la procesión eran miles, las centenas que callaron para observarme en el centro del Templo eran millones.
Todos estaban allí para oír al hombre que debería ser mi juez, pero él ni siquiera me miró. Se encontraba sentado, escribiendo en el suelo con los dedos. Sentado, escribiendo en el suelo con el dedo, se mantuvo.
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”, alguien le preguntó. Pero aquel hombre nada dijo.
Como si su silencio fuera alcohol lanzado en una hoguera, más hombres clamaban por mi apedreamiento. Eso sucedió hasta que el hombre se levantó. A pesar de su apariencia simple, su autoridad era majestuosa. Todos callaron. Me sentí segura bajo aquella mirada diferente a todo lo que conocía. No era el odio de los demás, ni la curiosidad de muchos, ni siquiera algo que sepa describir. Así como tampoco sabría describir el calor que invadió mi cuerpo. Cerré los ojos y escuché sus palabras.
“El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.”
Y, como si nada hubiese dicho, volvió a distraerse con la tierra.
Permanecí donde estaba. Pero quedé sola. Cada lobo se había convertido en un cordero huyendo de su propia culpa.
Cuando sólo quedamos nosotros dos en el centro del templo, él se irguió y me miró. Nuevamente aquel calor invadía mi cuerpo.
“Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”
Él sabía la respuesta. Preguntó como si supiera de mi necesidad de decirle algo.“¡Nadie, Señor!”
“Ni yo te condeno; vete, y no peques más.”
Y me fui, con el alma limpia, hacia mi nueva vida.
(Juan 8:1-11)