“Al que venciere, le daré que se siente Conmigo en Mi trono, así como Yo he vencido, y Me he sentado con Mi Padre en Su trono.”
(Apocalipsis 3:21)
Muchos buscan la gloria de este mundo. Hacen lo que pueden y lo que no pueden para conseguirla. Pasan por encima a los demás, engañan, juegan sucio. Algunos atletas utilizan sustancias prohibidas para conseguir el primer lugar en el podio. Sin embargo, toda la gloria de este mundo desaparece. Las civilizaciones muy ricas que tuvieron hombres poderosos sentados en el trono con honras de rey, hoy, están bajo tierra. Son encontradas en excavaciones, ya en ruinas. Completamente muertas, enterradas, destruidas.
Sin embargo, hay una gloria que jamás será destruida. Jamás desaparecerá. Esta gloria no puede ser alcanzada por medio de sobornos, con juego sucio, trampas o pasando por encima de los demás. Al contrario, para volverse un vencedor en esta competencia, es necesario ser el último. Es necesario ser el menor. Para sentarse en el trono, es necesario servir, no ser servido. Es necesario sacrificar.
Quien se habitúa a “vencer” en los moldes corruptos de este mundo, jamás logrará vencer para conquistar la eternidad. Los que piensan que son “astutos” en este mundo son los más burros. Burros, pues jamás alcanzarán la vida eterna. La vida eterna está reservada para los puros de corazón. Está reservada para los valientes de conciencia limpia. Está reservada para los que solo desean servir a su Rey.
A estos, les está reservada una corona incorruptible. Les está reservado un lugar en el trono del Señor Jesús. Esa gloria no es para inflar los egos humanos, sino para darle lugar de honra a aquel que nunca tuvo la menor preocupación por ser honrado por sus méritos, sino que siempre buscó la honra de su Señor.
Luche para ser contado entre los vencedores.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo