“Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta el alma.” (Salmos 69:1)
Los enemigos de David nunca le dieron descanso. Eso lo obligaba a mantener su fe en constante actividad. La mayoría de los salmos de David reflejan su sufrimiento.
“Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; Han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa; se han hecho poderosos mis enemigos, los que me destruyen sin tener por qué. ¿Y he de pagar lo que no robé?” (Salmos 69:2-4)
Los primeros versículos de este Salmo reflejan claramente uno de sus momentos de angustia. Sin embargo, David no vaciló en la fe ni perdió su confianza en Dios. Por otra parte, su hijo Salomón no vivió la situación del padre. Él confiesa el bienestar de su alma, diciendo: “Ahora el SEÑOR, mi Dios, me ha dado paz por todas partes; pues ni hay adversarios, ni mal que temer” (1 Reyes 5:4). Al contrario de su padre, que se mantuvo firme hasta el fin, Salomón se apartó de Dios y perdió la bendición que había conquistado.
Cuanto mayor y mejor es el estado de bienestar social y espiritual, mayor es el riesgo de acomodarse en la fe y perderlo todo. Cuanto más intenso es el estado de luchas y pruebas, más requerida es la fe y la dependencia de Dios.
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La oportunidad de luchar y ejercitar nuestra fe nos mantiene firmes en la confianza y en la dependencia de Dios.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo
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