Amán comenzó a reinar sobre el reino de Asuero después de que el rey se casó por segunda vez. La lealtad y la inteligencia del hombre se destacaron sobre todos los príncipes que junto con él le aconsejaban al rey y lo hicieron prosperar.
Asuero puso a Amán sobre todo su reino, pero eso no era suficiente para satisfacer la vanidad del consejero. Juzgándose mejor que cualquier otro, quería que todos supieran de su poder y, por eso, obligaba al pueblo a arrodillarse cada vez que pasaba.
Sin embargo, había entre los habitantes de aquel reino un judío llamado Mardoqueo, que se negaba a arrodillarse delante de un hombre, pues solamente a su Dios Le debía tamaño respeto. Y los siervos de Amán le hicieron llegar eso a sus oídos.
Amán, además de vanidoso, era vengativo. Para él no bastaba con castigar a Mardoqueo, sería necesario que todas las personas de su raza fueran castigadas. Entonces, fue ante el rey, quien tanto confiaba en él.
“Y dijo Amán al rey Asuero: Hay un pueblo esparcido y distribuido entre los pueblos en todas las provincias de tu reino, y sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey, y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir”, afirmó. “Si place al rey, decrete que sean destruidos; y yo pesaré diez mil talentos de plata a los que manejan la hacienda, para que sean traídos a los tesoros del rey.”
Asuero era poderoso. Y muy riguroso con todo lo que se refería a su modo de gobernar. Por lo tanto, cuando le daba a alguien el derecho de estar sobre todo su reino, respetaba realmente la opinión de esa persona.
El rey se sacó de su mano su anillo y se lo dio a Amán. Le dijo que hiciera todo lo que juzgase necesario, y el consejero, extasiado por la sed de venganza, hizo según lo había planeado.
Cada sátrapa, gobernador y príncipe supo de la fecha marcada para que se aniquilara a cada judío del reino. Sería permitido que les saquearan sus bienes, pero no que se dejara a un hombre de esa raza con vida.
En una de esas noches, en que la ira de Amán estaba encendida, fue hasta el rey para pedirle el ahorcamiento de Mardoqueo en la horca que él mismo había construido. Sin embargo, Asuero se había acordado cuando el mismo Mardoqueo lo salvó de una traición y decidió honrarle.
Con vestiduras y corona real, en el caballo que el rey solía montar, Asuero hizo desfilar a Mardoqueo por la ciudad, teniendo el auxilio del inconforme Amán. Angustiado, el consejero asistió al banquete ofrecido por la reina y oyó, de su boca, su sentencia de muerte:
“…Oh rey, si he hallado gracia en tus ojos, y si al rey place, séame dada mi vida por mi petición, y mi pueblo por mi demanda. Porque hemos sido vendidos, yo y mi pueblo, para ser destruidos, para ser muertos y exterminados. Si para siervos y siervas fuéramos vendidos, me callaría; pero nuestra muerte sería para el rey un daño irreparable.”
“¿Quién es, y dónde está, el que ha ensoberbecido su corazón para hacer esto?” Le preguntó el rey, que tanto la amaba.
“El enemigo y adversario es este malvado Amán.”
Amán no se acordaba del origen de la reina y tampoco del sentimiento que ella despertaba en el rey. Por eso, cuando vio a Asuero saliendo de la mesa furioso, le imploró a la reina Ester por su vida. Sin embargo, eso solo hizo que el rey se indignara más.
Amán murió ese mismo día, víctima de su vanidad. La recompensa que recibió por sus servicios no lo hizo una persona agradecida, sino un ambicioso más. Por no comprender a alguien que no estaba de acuerdo con su poder, recurrió a la violencia y quiso vengarse de un pueblo entero. Como consecuencia, perdió la vida en la horca que él mismo construyó.
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