“Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.”
(Mateo 26:41)
La alegría de las conquistas materiales ha causado una verdadera sensación de bienestar. La relación con Dios parece estar al día. El cristiano se siente más animado, más estimulado en la fe e incluso propenso a hacer la obra de Dios. Pero cuando las tribulaciones comienzan a dar señales, la alegría da lugar a la tristeza, la euforia se enfría y la fe da lugar a las dudas y a los lamentos. La disposición de servir a Dios se apaga.
En este momento, su confesión de fe es juzgada. La cruz y el mundo quedan esperando hacia dónde va a inclinarse. Y es justamente allí que se define el tipo de fe que se tiene.
Dios no nos ha dado fe solo para el éxito espiritual y material, sino también para los supuestos fracasos. En el mundo de la energía sobrenatural, todo coopera para bien, tanto los triunfos como las pérdidas. Después de todo, quien vive en la dependencia del Espíritu Santo ya murió para este mundo. Las luchas y sinsabores enfrentados en la Tierra forman parte del aprendizaje del vivir la vida por la fe.
Salomón es un gran ejemplo de los daños causados por la ausencia de tribulaciones. Nació para reinar sin ningún problema. Fue poderosamente rico, no había nada que su alma deseara y no fuera satisfecha. Ni enemigos tenía (1 Reyes 5:4).
La historia registra que la ausencia de problemas se convirtió en el mayor y más grave adversario de Salomón. La sensación de felicidad puede volverse el mayor enemigo mortal del cristiano, pues impone relajamiento en la fe y, consecuentemente, frialdad espiritual.
Agradezca por las luchas que han mantenido su fe viva y activa. Y cuando disminuyan los problemas, aumente la vigilancia.
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Fuente: Libro “El Pan nuestro para 365 días”, del obispo Edir Macedo