Ni bien me casé, me fui de Brasil y estuve fuera durante veinte años, pero no para hacer mi vida en el extranjero sino para servir a Dios. Hay una gran diferencia entre irse del país para ganarse la vida e irse para ganar almas. Usted no hace planes, no sabe cuándo volverá a ver a sus familiares y amigos, y, a veces, es víctima del prejuicio por ser de afuera y querer ayudar a los de la tierra. Y fue allí donde Dios me llevó a mis desiertos personales, tanto en mi matrimonio, como con mi hijo, y en la Obra de Dios.
Mientras que para algunos yo era la afortunada hija del Obispo Macedo, que se había casado con un pastor y enseguida se había ido a vivir al exterior, allí estaba yo, sola, teniendo que lidiar con las expectativas de todos los que me rodeaban. La realidad es que yo era una joven insegura e inmadura de, solamente, diecisiete años.
A veces me miraban como a una tonta, por no haber vivido el mundo, otras veces, como a una niña mimada, por no haber sufrido en el mundo. Y era esa la mirada que yo terminaba teniendo a mi respecto, cada vez que abría la boca para hablar de la Palabra de Dios con alguien que ya la conocía. Inmediatamente, me sonrojaba, y eso atraía aún más las miradas de quien me veía sin nada de preparación para estar allí, en ese lugar.
Fue en esa falta de preparación, en esa inmadurez mía e incluso en la inseguridad, que Dios, cuidadosamente, me preparó para ser la Cristiane Cardoso que hoy tanta gente conoce por ahí. Sigo siendo nadie, pero cuando miro hacia atrás, veo cuán importante fue para mí mi insignificancia, tanto desde mi punto de vista como desde la óptica de los demás. El Espíritu Santo pudo trabajar en mí la estructura que, con certeza, yo nunca tendría si hubiese comenzado grande.
Me decepcioné, fui calumniada, fui maltratada, fui ignorada, me faltaron el respeto, fui blanco de burlas, me aislaron, me persiguieron, me malinterpretaron, y muchas veces dentro de la propia Iglesia, personas que nunca imaginé que un día me harían daño. Pero Dios fue tan maravilloso conmigo que, en mi soledad, Se hizo lo suficiente para mí. Su Espíritu me confortaba, me consolaba, y me daba fuerzas no solo para perdonar sino para pasar por alto y continuar mirando hacia adelante.
Es por eso que me identifico tanto con este pasaje:
“Así dijo el Señor: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que Yo Soy el Señor, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice el Señor.” Jeremías 9:23-24
Incluso cuando no tenemos la sabiduría ni la fuerza que esperan de nosotros, si conocemos al Señor Jesús, ya tenemos la estructura que necesitamos para la vida.
En la fe.