Cuando usted llegó a la iglesia, probablemente vino contrariado. No quería venir, pero vino. Y esa primera visita fue el comienzo de una nueva vida.
Cuando el pastor dijo que usted tenía que volver durante la semana y hacer una cadena para alcanzar lo que quería, la propuesta lo contrarió. Pero el dolor habló más fuerte. Usted vino y se liberó.
Cuando a través de una prédica descubrió que tenía que perdonar, eso contrarió sus sentimientos. Pero usted obedeció, perdonó y se liberó de quien lo hirió.
Cuando escuchó hablar sobre los diezmos y las ofrendas, su billetera quedó contrariada. Pero después de que supo que era la voluntad de Dios, resistentemente, comenzó a dar, y debido a eso prosperó.
Cuando comprendió que tenía que dar mucho más que dinero, sino toda su vida, por mucho tiempo usted se resistió. Pero un día, allí estaba usted, delante del Altar entregándose a Dios. Y todo se transformó, recibió el todo de Dios, el Espíritu Santo.
Pasaron años, usted dio su testimonio a muchas personas, ganó almas, pasó a servir a Dios (muchas veces contrariado, pero servía, hacía lo mejor porque sabía que era para Él). Recibió responsabilidades, títulos en la iglesia. Se convirtió en un ejemplo.
Hasta que un día creyó que, por su posición, merecía respeto, reconocimiento, derecho a la propia opinión, y no aceptó más ser contrariado. Y perdió.
Sí, perdió todo lo que conquistó cuando negó todo lo que predicó. Perdió cuando se olvidó de cómo llegó (caído, confundido, humillado), y aun así se aseguró de salir con altivez, como dueño de la verdad, dando a entender que, de alguna manera, la iglesia que lo acogió ya no es lo suficientemente buena para usted. Ahora, usted es mejor. Sabe más. Y cree que puede hacerlo mejor.
Entonces vaya. No lo contrariamos más.
Y discúlpenos por si acaso.