¿Ya pasó por un día malo? Sí, lamentablemente les llegan a todos, independientemente si conocen a Dios o no. Claro que el que Lo conoce lidiará con el dolor de una manera diferente a la de los que aún no Lo conocen, pero esto se abordará más adelante. El dolor mencionado aquí no es el dolor físico, de cuando algo en el cuerpo indica que no está bien, sino el dolor que se siente en los momentos en los que se pierde el control de las situaciones de la vida, es decir, cuando los hechos inesperados generan aflicción.
Por ejemplo, cuando alguien que amamos nos decepciona, cuando la traición nos hace doler el alma, cuando la injusticia gana espacio y somos perjudicados, o cuando la pérdida de un ser querido parece desestabilizarnos. ¿Quién es inmune a estas situaciones? Nadie. A muchos sufrir estos tipos de dolores les saca el deseo o el sentido de vivir. Sin embargo, es en esos momentos en los que se puede ver claramente la fragilidad del ser humano y cómo depende de Dios. Muchos se preguntan: «¿Por qué enfrento este dolor? ¿Por qué Dios permitió tal cosa?», pero no encuentran las respuestas. Esto se debe a que, en lugar de cuestionar el porqué, deberían reflexionar sobre cómo lidiar con el dolor para salir más fuertes de esa situación.
A veces Dios permite que sucedan algunas cosas para que la persona reconozca su verdadera condición y busque hacer los cambios necesarios. «Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído el Señor tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no Sus mandamientos», Deuteronomio 8:2.
Hay caminos a los que Dios nos conduce y otros que nosotros elegimos, por ejemplo, Dios llevó a los israelitas al desierto para que supieran quiénes eran realmente.
Dios ya lo sabía, pero ellos no. Dios nos conduce al camino que revela lo que está en nuestro corazón y si guardaremos los mandamientos que nos dio. Por otro lado, nosotros nos conducimos al camino donde podemos servir a nuestras propias voluntades. Sin embargo, en el dolor revelamos cosas que desconocemos de nosotros mismos. Por eso, cuando surge algún imprevisto o problema que nos hace perder el control o que va en contra de nuestra voluntad, la parte que no conocemos bien se moviliza.
Querido lector, busque a Dios antes de los momentos de dolor, no solo para poder soportarlos, sino para reconocer que siempre Lo necesita. Cuando pase por el dolor, pregúntese el motivo por el cual lo vive. Usted verá que la respuesta será algo así: «Para volverme fuerte y para depender de Dios». ¿Ya se dio cuenta de que nadie es fuerte hasta pasar por situaciones que prueban su fuerza? La fuerza que necesita tiene nombre: Espíritu Santo. Búsquelo, porque Él mantiene fuertes y de pie a los que, desde el punto de vista humano, no hubieran aguantado pasar por lo que pasaron. La vida con Dios no nos vuelve exentos a las luchas, pero Su presencia, como escudo y protección, hace que el camino sea más leve.
Mientras esté en este mundo, pasará por dolores, incluso llorará, pero el propio Dios prometió que le pondría un fin al sufrimiento, que no habría más llanto ni dolor y que enjugaría de los ojos de Sus hijos toda lágrima (Apocalipsis 21:4). Por eso, ¡manténgase firme!