Jennifer y su madre Natalia tenían conflictos que estaban deteriorando la relación: “Sentía que nadie me entendía y así aparecieron los primeros ‘amigos’. Ellos fumaban y empecé a hacerlo, después ya usaba marihuana. Cuando probé el alcohol, quedé inconsciente ese mismo día, le pedí a Dios que me ayudara porque no podía mantenerme en pie”, recuerda Jennifer.
Natalia no sabía qué hacer con su hija: “Viví situaciones difíciles, yo trabajaba todo el día y prácticamente no la veía. No sabía dónde encontrarla. Le hablaba, pero para ella, sus amistades la ayudaban y la entendían”.
“De a poco fui consumiendo pastillas y cocaína, veía mal a mi mamá, pero tampoco quería quedarme en mi casa y terminaba yéndome, así era todos los días.
Pasó el tiempo y ya iba a comprar droga a las villas, me mezclaba en peleas con los barrios y a veces robaba, solo para consumir”, recuerda Jennifer.
La desesperación de su madre crecía: “Había noches en las que no podía dormir, ella no estaba y no sabía qué pensar. Si escuchaba tiros o a la policía mi corazón saltaba, me preguntaba qué pasaría si me mataban a mi hija y lloraba.
Me comentaron que el Tratamiento daba resultado y vine. Al principio cuesta, porque venía gente a decirme que mi hija no iba a cambiar más, pero yo seguía perseverando”. La lucha de la madre de Jennifer dio resultados y ella pudo superar sus adicciones y recomponer su relación: “No fue fácil para mí porque fue una lucha muy fuerte, tuve que pelear con mi propio yo y alejarme de los vicios. Llegué al Tratamiento y lo primero que rescaté fue que nadie me miró con desprecio. Siempre me brindaron apoyo y me decían que iba a salir adelante.
Sentí rechazo por todas las adicciones de forma inmediata. Ahora el cigarrillo me da asco, cuando antes, si alguien tiraba una colilla yo salía corriendo a buscarla”.
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