Érase una vez un país bello, gigante por la propia naturaleza, donde el pueblo era heroico y traía en sí un clamor resonante.
Un país donde el sol de la libertad brillaba con rayos refulgentes y vivaces.
Una nación que, incluso alimentada de amor y esperanza, no le huía a la guerra, pues su pueblo entendía que amor por la patria era combatir al mal, y no hacer de cuenta que no vio nada solo porque recibió de los extranjeros un saco de mandioca.
Érase una vez un lugar donde las personas honraban a sus familias y a su fe, un lugar en el que los hijos del suelo tenían, sí, una madre gentil, y la patria era adorada y protegida.
Érase una vez una gente que acostumbraba entrar en guerra, avanzaba determinada y jamás huía y mucho menos le temía a la muerte.
Un país fuerte de gente honrada, que entendía que la figura de un rey debía ser fuerte y mostrar amor a su pueblo, venciendo las guerras, y no distribuyendo una bolsa llena de comida para ganar la simpatía y el control de los más pobres.
Érase una vez un país donde el pueblo entendía la importancia de las batallas, y sabía que solamente a través de ellas vendría la tan soñada libertad.
Una nación que lo único rojo que conocía eran las tinturas del urucum estampadas en el rostro de sus bellos indios e indias.
Un país que luchaba solo por su verde y amarillo.
¡Ah! Ese país que sabía guardar su fe y no mezclaba lo correcto con lo incorrecto solo para parecer moderno y enlistado en el globalismo.
En ese país se valoraban las raíces y no apenas las ramas. Allí las personas le daban importancia a lo que no se veía a simple vista, porque allí no existían las fake news, solo existían ciudadanos que decían la verdad, aunque sus palabras fuesen fuertes.
Sí, ese país sabía valorar a la raíz, ¡y no solamente a las hojas o a los frutos!
Entre otras mil, eres tú Brasil, ¡oh patria amada!