El sumo Sacerdote del año, Caifás, estuvo de acuerdo en detener a Jesús Nazareno. Debía hacer algo para que dejara de hacer milagros y enseñar lo que los religiosos no podían.
Los religiosos necesitaban mantener su poder y nadie podía contradecir las órdenes. “Entonces Caifás, uno de ellos, sumo Sacerdote aquel año, les dijo: Vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.” (Juan 11:49-50).
El Sacerdote intentó incriminar a Jesús, pero no logró nada: “… te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.” (Mateo 26:63-64).
“¡Ha blasfemado!” Gritaba Caifás con ira y satisfacción “¿Qué más necesidad tenemos de testigos?”.
Los dos apóstoles que habían sido llevados delante de los religiosos no se amedrentaron. Los interrogaron por realizar milagros y enseñar al pueblo sobre lo que vieron. Estaban presentes el Sacerdote, Anás y sus hijos, y, a pesar de tener enfrente tantos hombres instruidos, no pudieron decir nada. Pedro y Juan, sabían hablar en nombre de Dios y era imposible contradecirlos.
Cuando Caifás y los suyos llevaron a Jesús hasta la presencia del gobernador Pilato y vieron que los argumentos no pudieron condenarlo, implantó la idea de que Jesús impedía dar tributo a César. En aquella época revelarse contra el gobernante tenía pena de muerte.
Aunque distorsionar las palabras y convencer a Israel fue fácil para Caifás, callar a Sus siervos, no. Ya que, tiempo después, los discípulos de Jesús continuaron y aun hoy continúan con la obra que el Señor comenzó hace más de dos mil años; ganando millones de almas para el Reino de los Cielos.