Los problemas familiares de Agustín afectaron su niñez: “De chico, soportaba las discusiones de mis padres, mi mamá lo celaba y lo perseguía. Cuando cumplí 14 años, mi papá se fue de casa”.
Él no pudo superar la separación de sus papás. El dolor se acumulaba en su interior: “Salía, tomaba alcohol y usaba marihuana, quería llenar el vacío que sentía. Por hacer eso, discutía con mi mamá, ella me pegaba y yo me iba de casa”.
La relación con su madre se deterioró. Cada vez que hablaban se peleaban. Agustín la odiaba y eso lo estaba destruyendo, de a poco: “Le tenía bronca porque pensaba que ella era la culpable de que mi papá no estuviera. Una vez hice una fiesta en mi casa y al otro día discutimos fuerte. Me pegó y me dejó marcado”.
Él se frustró porque no era feliz. Las drogas y el alcohol lo consumían. Él creía que podía controlarlo, pero se dio cuenta que no: “La noche siguiente fue peor, tomé y me drogué como nunca, estaba descontrolado. Volví en tan mal estado que mi madre lloró. Ahí me pregunté qué estaba haciendo con mi vida, qué me había pasado”.
La ayuda llegó de forma inesperada. Pero, Agustín ya no creía en nada, no confiaba en nadie, estaba triste y desesperado: “Una amiga me invitó a la Universal, yo pensaba que iban a lavarme el cerebro y a robarme. Hasta que un día, estaba mal por una discusión que tuve, la llamé y me acompañó, fue un viernes”.
No fue fácil abrirse y reconocer que necesitaba ayuda, pero cuando lo hizo todos sus problemas se volvieron insignificantes: “Al principio no entendía nada. Pero seguí yendo, porque me di cuenta de que la persona que me invitó, logró superar sus problemas. Confié en Dios, pasó el tiempo, dejé todo: las adicciones, las peleas y los nervios. Ahora tengo una buena relación con mi mamá y vamos juntos a la Iglesia”, finaliza.
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