Durante su niñez, Oscar pasó necesidades, vivió lejos de sus padres durante un largo tiempo y silenció su angustia: “Vivía en Corrientes con mi abuela, ella me crió, pero a veces no teníamos para comer”.
Finalmente pudo estar con sus padres y creyó que la situación mejoraría. Sin embargo, no lograba controlarse, era un niño, pero había sufrido demasiado: “A los nueve años me trajeron a Buenos Aires a vivir con mis papás. Me volví rebelde, nervioso, problemático, me enojaba con ellos”.
Como si no fuera poco, vio comprometida su salud, el diagnóstico era una condena para toda la vida: “A los 12 años empecé a sufrir epilepsia, fue una etapa difícil porque estaba medicado; si no tomaba las pastillas, volvía a convulsionar”.
Pasó el tiempo y Oscar soñaba con tener su propia familia, pero creía estar destinado al fracaso: “En lo sentimental me iba mal, yo quería tener una relación estable, pero no duraban. Mi problema era el miedo a que la persona con la que estaba no fuera la ideal”.
Él sabía que existía un Dios capaz de solucionar sus problemas, conocía la Universal. A pesar de saberlo, le costó reconocer que necesitaba ayuda. El tiempo pasó y él no lograba recapacitar y escuchar, hasta que puso un punto final:
“Yo asistía a la Iglesia, escuchaba los consejos y la Palabra, pero quería hacer mi voluntad. Hasta que no aguanté, ya no quería esa vida, fue ahí que tomé la decisión de entregarme a Dios.
Me bauticé en las aguas y busqué el Espíritu Santo, quería tenerlo dentro de mí, me lo puse como objetivo. Cuando recibí Su Presencia, mi carácter cambió: me liberé de los nervios, fui curado, Él me transformó y sentí la paz que había buscado durante mucho tiempo”.
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