¡Buen día, obispo!
Estaba meditando en su palabra del último jueves, sobre tener una rutina de la fe, de intimidad con Dios. Y el Espíritu Santo me dijo algo muy fuerte y quería compartírselo.
Vamos a imaginar la rutina de un dentista. Todos los días alguien llega a su consultorio y relata un problema común: caries, diente roto, dolores, etc. Probablemente, existen unos diez motivos más frecuentes que causan más del 90% de las consultas. ¿Y acaso el dentista se cansa de esa rutina? ¡No! Porque él se sacrificó por esa rutina, estudió más de 6 años para tener esa soñada rutina…
Otro ejemplo que vino a mi mente fue el de los pilotos de avión. Los más maduros acumulan miles de horas de vuelo. Y la rutina es la misma: despega, vuela, aterriza. A veces, centenas de veces en un mes. ¿Y acaso odia esa rutina? ¡No! Él ama la rutina. ¡Sacrificó para estar allí!
Por otro lado, vamos a imaginarnos a un abogado que está como vendedor de automóviles. Se sacrificó para convertirse en jurista. Y aunque gane dinero vendiendo automóviles, estará frustrado como vendedor y, por eso, su rutina será un peso. Pues tiene una rutina diferente a aquella por la cual sacrificó…
Y lo mismo sucede con aquel que está en el Altar. Sacrificó su vida y sus sueños para servir a Dios, ama la rutina del Altar. Se despierta, medita en la Palabra de Dios, va a la Iglesia (o al Altar en el que Dios lo colocó… TV, administración, etc.), atiende al pueblo, hace la reunión, después vuelve a casa y duerme.
Para quien sacrificó, ¡¡esa rutina es una maravilla!! Años y años pueden pasar, pero él nunca se aburre.
Por otro lado, para quien no sacrificó su vida en el Altar, la rutina de la fe es un peso. Vive pensando en romper la rutina, en viajar, en hacer algo diferente, porque no logra tener placer en lo cotidiano.
Si alguien no está feliz con la rutina que tiene, es porque no sacrificó para estar allí.
¡Que Dios lo bendiga grandemente!