El lugar era realmente sombrío. No había agua, no había color, no había vida. Ninguna hoja. Ningún árbol. Ninguna flor. El cielo estaba oscuro y permanecía de esa forma todos los días. No era un paisaje, era la muerte en vida de Juliani.
Ella andaba por las calles, pero no veía rostros de felicidad. No encontraba un sentido. Una razón. No era solo ella, sino todas las personas de su ciudad, quienes no encontraban ninguna verdad para sus vidas.
El ambiente era siempre extraño, atemorizante. El día era como la noche. El sol no aparecía. Nubes espesas cubrían el cielo formando una inmensa oscuridad. Los pájaros no volaban, los pajaritos no cantaban ni hacían su nido. Los árboles secos y las frágiles ramas despreciaban las pocas hojas que aún quedaban. Todo era gris. Y el suelo, rajado por el calor, le daba al asfalto un tono a tierra seca, de sertón y de desierto.
Juliani no se asombraba por aquella situación. Ni ella, ni los demás. Era como si todos vivieran acostumbrados a aquella oscuridad. Como si nadie supiera sobre una posible opción. Como si ignoraran por completo la existencia de alguna alternativa, alguna solución.
Y por eso no había sonrisa en los rostros. No existía expresión de compasión, de amor. La solidaridad se había extinguido. Era un tiempo difícil, de egoísmo y soledad. Personas juntas y desunidas en sus propias causas. Miradas de desconfianza y aspereza. Gestos de desprecio y sentimientos angustiantes.
Era una ciudad que representaba el mundo, la casa de cada habitante, la vida de cada persona.
Estaban todos condenados, y no sabían a qué. Habían sido juzgados por sí mismos, por sus pesadillas, por sus elecciones equivocadas y por sus actitudes del pasado. Y por eso vivían como zombis. Pero no se daban cuenta. No comprendían lo que estaba sucediendo. Sus corazones estaban cerrados. Sus mentes bloqueadas, sus pensamientos y sus palabras contaminados.
Juliani, en lo íntimo, deseó cambiar. Pensó en las expectativas, en las perspectivas de una vida sin ese sufrimiento callado.
Hasta que un día sucedió.
Juliani, pasando por una calle sombría, con aspecto de pantano, enfatizada con la fina neblina, desconocía si era de día o de noche aquella atmósfera huraña. Al final de la calle, vio una luminosidad creciente, y pensó que sería el sol: “¡El día finalmente apareció!”, ella exclamó por adentro.
Se acercó más y se dio cuenta que había una puerta en la que decía: “Y al que viene a Mí, de ningún modo lo echaré fuera.” La joven no entendió nada. Nunca había oído tal expresión. Y con sus delgadas manos de venas visibles, el rosto marcado por las arrugas de los rayos del cielo, empujaba con cuidado la puerta cerrada, que poco a poco se habría.
Juliani vio el sol, la luz, el camino de oro que la conducía hasta el interior de aquel lugar jamás visto. Y que en sus orillas que formaban túneles de árboles verdes, y tan verdes como el musgo, con flores de muchas tonalidades y radiantes, con frutos grandes y aromáticos. La naturaleza parecía sonreírle. Las flores le daban la bienvenida a la única persona que deseó lo que todos despreciaban.
Era otro el ambiente, otra la atmósfera, otra fragancia. Y cuando se miró en el reflejo del agua cristalina, transparente y brillosa, semejante a un diamante derretido, se vio de una manera que hacía tiempo que no se veía. Sus largos cabellos de rizos firmes, su piel rejuvenecida y una alegría tan grande, que la hizo olvidar completamente el pantano grisáceo aterrador en el que vivía.
Para reflexionar
El Portal de la felicidad es para todos, pero, lamentablemente, son pocos los que entran por él. Muchos se acercan, pero se desaniman en la mitad del camino. Otros desisten por pensar que el camino es difícil y entran por otras puertas.
Si usted no conoce el Espíritu Santo, es Él quien transforma por entero su vida. Trae color, alegría, luz y paz como jamás pensaría usted que podría llegar a existir.
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