Nosotros podemos darle lo mejor que tenemos a Dios, pero si no vivimos en santidad, esta actitud no representará nada para Él. Pues, no importa lo que yo hago para Dios, sino lo que soy para Él. Nunca se olvide de eso. El sumo sacerdote, cuando entraba en la presencia de Dios, una vez por año, en su cuerpo tenía escrito: “Santidad al Señor”. Y si esa santidad no es vivida, de nada sirve todo el trabajo que ejecutemos para Dios. Sus ofrendas y sus diezmos no tienen ningún valor para Él, si usted vive en el pecado.
Muchos piensan que dando una gran ofrenda en la iglesia están agradando a Dios, pero el mayor sacrificio que alguien puede hacer para agradar a Dios es vivir en santidad.
Jesús dijo: “Por tanto, os digo que si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20) Significa que si nosotros no superamos en nuestro carácter, en nuestro comportamiento, en las acciones de los que conviven con nosotros, seremos iguales a ellos. Y lo que ellos reciban, también lo recibiremos nosotros. ¿De qué sirve que usted llegue a la iglesia y le diga a Jesús: “Yo Te amo”, y llore, y cante, y dé ofrendas, y ore, y oiga la Palabra de Dios, si cuando sale de la iglesia, allí afuera, vive según su voluntad? Si eso sucede, entonces usted está jugando con Dios. El Dios eterno no tiene placer en la iniquidad.
Sepa que cada vez que cometemos un error con Dios, el diablo va hasta Su presencia para afrontarlo, a causa de nuestros errores. En proverbios 27:11 dice: “Sé sabio, hijo Mío, y alegra Mi corazón; así podré responder al que Me agravie.” ¿Quién puede afrontarlo a Dios? ¡El diablo! Fue el caso de Job. Cuando vivimos contrariamente a lo que creemos, estamos dándole motivos al diablo para que afronte a Dios.
Cuando usted tenga problemas y dificultades, y eso lo atribule, lo deje en el fondo del pozo, salga de su casa y mire hacia el cielo. Comience a hacer una evaluación de la grandeza de Dios. Porque cuando miramos hacia Su grandeza, observamos que nuestro problema es insignificante. Esa es la razón de los cielos que Dios nos dio. Fue eso lo que sucedió con Abraham. Él estaba tan atribulado y enojado que llegó al punto de reclamarle a Dios que había dejado su parentela y todo lo que tenía, para ir a la tierra que Él le mandó, y ni siquiera había logrado tener al menos un hijo, tan solo un siervo como heredero en su casa. Abraham Le presentó a Dios la necesidad de un hijo. En otras palabras, una necesidad pequeñita delante de lo que Dios tenía para él, pero que aún no lograba ver.
¿Qué hizo Dios? Le pidió a Abraham que saliera de la tienda, mirara hacia los cielos y viera las estrellas. Entonces, los ojos espirituales de Abraham se abrieron. Pudo entender que Dios le estaba mostrando los innumerables hijos que tendría, los hijos incontables que Dios le daría. En realidad, nosotros somos los hijos en la fe de Abraham. A veces, usted se pone triste y abatido por un problema tan insignificante porque terminó involucrándose con él y dejando a Dios de lado. Pero cuando sale del problema (sale de la tienda), mira hacia los cielos, entonces, ve la grandeza de Dios. Actitud que lo hace llegar a la conclusión de que está siendo mezquino al preocuparse por una cosa tan pequeña, mientras que Dios le está mostrando Su grandeza.
Dios le dijo a Abraham: “Mira Abraham, ¡todo esto es tuyo!” ¡Eso es lo que Dios quiere para nosotros! No solo darnos una casa, un auto, un buen empleo, sino una vida abundante y eterna. Sin embargo, primero tenemos que abrazarlo de todo nuestro corazón, entregándonos de cuerpo, alma y espíritu en Sus manos. Y si eso no fuera posible, tampoco será posible la otra parte. Primero usted se entrega, después Él lo bendice.
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