La tribulación es para el cristiano lo mismo que el fuego para el oro: cuando mayor es la tribulación, mayor la purificación. Las tribulaciones a las que nos referimos son exclusivamente los sufrimientos que pasamos por la fe cristiana, como injusticias, calumnias, persecuciones, difamaciones, desprecio, falsedad de quienes fingen ser hermanos, burlas, en fin, todo aquello que sufrimos por asumir la fe cristiana. Es verdad que muchas veces somos llevados a circunstancias tan difíciles y humillantes, que llegamos a pensar que el Señor nos abandonó. Pero, justamente es todo lo contrario, más cerca de Él nos encontramos.
Por otro lado, también sabemos que nada en este mundo pasa desapercibido a Sus ojos. Entonces, la pregunta es, ¿por qué Él no nos libra del cáliz de sufrimiento y dolor? Él mismo responde, a través del apóstol Pablo: “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza…”, (Romanos 5:3-4).
Es obvio que Dios permite que todos los que son realmente Suyos pasen por la depuración de las tribulaciones, para su propio beneficio. Sino Él jamás lo permitiría. Además, si no hubiera tribulaciones no habría perseverancia, no habría experiencia y mucho menos esperanza. La ausencia de tribulaciones neutraliza la acción de la fe y, como consecuencia, hace que el cristiano se acomode. La iglesia de Éfeso no tenía tribulación, y por esa razón estaba en peligro de muerte, pues en su autosatisfacción espiritual, debido a sus obras, había abandonado su primer amor. El único aspecto negativo de las tribulaciones es ese momento de tortura por el que pasamos, que puede durar algunas horas, días o semanas. El aspecto positivo son los frutos que se cosechan más tarde, para toda la eternidad.
Estos frutos son permanentes, pues la tribulación es la que provoca la manifestación de la fe. Y esta, una vez accionada, obliga al cristiano a reaccionar y salir de la postración espiritual. También está la promesa: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar.” 1 Corintios 10:13
Lo mismo sucede con respecto a las tribulaciones, es decir, Dios no permitirá que seamos atribulados por encima de nuestras fuerzas, por lo contrario, juntamente con las tribulaciones Él nos proveerá el libramiento, de manera que podamos soportar. Con eso lograremos perseverancia, experiencia y, finalmente, esperanza. El Espíritu Santo, a través del apóstol Pedro, agrega: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas.” 1 Pedro 1:6-9
Nuestras tribulaciones prueban el valor de nuestra fe, el cual, una vez confirmado, redunda en loor, gloria y honra en la revelación de nuestro Señor. Y el objetivo final de nuestra fe es la salvación eterna de nuestra alma. A diferencia de la iglesia de Laodicea que era rica (Apocalipsis 3:17), vemos la pobreza de Esmirna: “Yo conozco tus obras, y tu tribulación, y tu pobreza (pero tú eres rico), y la blasfemia de los que se dicen ser judíos, y no lo son, sino sinagoga de Satanás.” Apocalipsis 2:9
Esta pobreza muestra la condición económica de sus miembros, lo que nos hace creer que estos cristianos estaban dispuestos a renunciar a los bienes materiales en función de una vida cristiana simple, destituida de cualquier ganancia personal. De hecho, la sed de posesión de bienes materiales ha sido un verdadero lazo diabólico para los cristianos desprevenidos, pues aferrarse a la riqueza material tiene siempre la pobreza espiritual como consecuencia. Es el caso de la iglesia de Laodicea, por ejemplo, su riqueza tomó el lugar del Señor Jesús.
Muchos cristianos quizás digan que eso nunca sucederá con ellos. Pero, de repente, ¡puede haber sucedido! El simple hecho de que una persona esté ansiosa o preocupada con la adquisición de algún bien material ya es una gran barrera en su relación con Dios. Sí, pues, ¿cómo podría ella recibir el bautismo con el Espíritu Santo estando ansiosa o preocupada con cualquier cosa de este mundo? ¡Claro que no!
Siendo así, alguien podría pensar que la riqueza no es buena para el cristiano. No es eso de lo que estamos hablando, sino que la riqueza, principalmente, o cualquier otra cosa, no puede interferir en la relación íntima con Dios y enfriar el primer amor. En el ministerio terrenal del Señor Jesús tenemos dos grandes ejemplos: el joven rico y Zaqueo. Para el primero, el Señor dijo: “… Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme.
Oyendo el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones.” Mateo 19:21-22
La gran cantidad de posesiones que tenía le impedían a ese joven ser perfecto, tener un tesoro en los cielos y seguir al Señor Jesús. Sin embargo, con Zaqueo fue totalmente diferente. Cuando el Señor Jesús estaba en su casa, él, que era el jefe de los cobradores de impuestos, y, por lo tanto, un hombre muy rico, se levantó y dijo: “… He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado.
Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham.” Lucas 19:8-9
Comprobamos, así, que la riqueza del joven rico le sirvió como un lazo en el corazón, impidiéndole su ingreso a la vida eterna. En cambio la riqueza de Zaqueo no le impidió abrazar la fe en el Señor Jesús, porque su corazón no estaba atado a ella. ¡Ay de quién tiene su corazón sujeto a las cosas de este mundo! La iglesia de Laodicea se encontraba en una profunda pobreza espiritual, pues estaba atada a la riqueza material.
En contrapartida, la iglesia de Esmirna estaba viviendo en tribulación y pobreza, por estar sujeta a las cosas espirituales. Tenemos aquí, por lo tanto, a los ricos pobres de Esmirna y a los pobres ricos de Laodicea. La iglesia de Esmirna tomó sobre sí, voluntariamente, la tribulación y la renuncia, porque amaba al Señor Jesús por encima de todo. Por eso ella es una de las iglesias que el Señor no tuvo que reprender, por lo contrario, la fortaleció y estimuló, viendo las situaciones difíciles por las que aún tendría que pasar: “No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida.” Apocalipsis 2:10
La fidelidad que el Señor Jesús requiere de nosotros no es solo la de mantener nuestra confesión de la fe cristiana hasta la muerte, no, sino también la de mantenernos exhalando Su perfume durante toda nuestra vida. ¿Cómo? A través de un comportamiento cristiano de verdad, pues Él desea que los incrédulos vean Su divinidad a través de nosotros, no solo con palabras, sino, por encima de todo, con actitudes cristianas. No es de admirar que para aquellos cristianos de Esmirna la promesa a los vencedores sea tan reducida: “… El que venciere, no sufrirá daño de la segunda muerte.” Apocalipsis 2:11
Existen dos tipos de muerte: la física y la “segunda muerte”, la espiritual. Quien nace una vez, tiene que morir dos veces, pero quien nace dos veces muere una vez. Veamos: Aquel que recibe la vida física nace de su madre y, por lo tanto, nace solo una vez pero muere dos veces: la muerte física y después la muerte espiritual, es decir, la que no tiene fin. Esa persona sufre las torturas del lago de fuego por toda la eternidad. A su vez, quien nace dos veces, física y espiritualmente, por la fe en el Señor Jesús, recibe la vida eterna. Por eso muere solamente una vez. Esta única muerte es el retorno a la Casa del Padre Eterno.