¡Como sufría Manoa! No existe mal mayor para un hombre que la extinción de su linaje. Manoa tenía una esposa y la amaba, pero era doloroso ver que todos a su alrededor tenían hijos e hijas, nietos y nietas, generaciones surgidas de sí, y él, desdichado, casado con una muchacha estéril.
Pedirle a Dios que hiciera ese milagro, ya no era seguro como lo fue en otros tiempos. Eso sucedía porque los hijos de Israel actuaban muy mal ante los ojos de Dios. Actuaron tan mal que el Señor los dejó en las manos de los filisteos, durante 40 años.
Y esa era la tristeza que Manoa compartía con todos los israelitas. El hombre filisteo, como es sabido, es cruel e idólatra. Si tenía a algún pueblo bajo su poder, no escatimaba en humillaciones.
Manoa era hombre de Zora, del linaje de Dan, aquel a quien Jacob bendijo diciéndole “Será Dan serpiente junto al camino, víbora junto a la senda, que muerde los talones del caballo y hace caer hacia atrás al jinete.”. Génesis 49.17
En medio a tanta tristeza, no fue difícil apegarse a la primera esperanza de que algo cambiara su vida. Aun más, cuando esa primera esperanza, venía de su propia esposa, quien le dijo: «Un varón de Dios vino a mí, cuyo aspecto era muy temible como el de un ángel de Dios. No le pregunté de dónde venía ni quién era, ni tampoco él me dijo su nombre. Pero sí me dijo: “He aquí que tú concebirás y darás a luz un hijo; por tanto, desde ahora no bebas vino ni sidra, ni comas cosa inmunda, porque este niño será nazareo para Dios desde su nacimiento hasta el día de su muerte.»
¡Manoa no entraba dentro de sí de tanta felicidad! Por eso oró a Dios y Le pidió ver a aquel hombre nuevamente para que le diera más instrucciones. Y, habiendo llegado el ángel, Manoa preguntó: “—¿Eres tú el hombre que habló con mi mujer?
“-Yo soy.”
“Cuando tus palabras se cumplan, ¿cuál debe ser la manera de vivir del niño y qué debemos hacer con él?”
“La mujer se guardará de todas las cosas que yo le dije: No tomará nada que proceda de la vid, no beberá vino ni sidra, ni comerá cosa inmunda. Guardará todo lo que le mandé.”
“—Te ruego que nos permitas detenerte, y te prepararemos un cabrito.”
“—Aunque me detengas, no comeré de tu pan; pero si quieres hacer un holocausto, ofrécelo al Señor.”
“—¿Cuál es tu nombre, para que cuando se cumpla tu palabra te honremos?”
“—¿Por qué preguntas por mi nombre, que es un nombre admirable?”
Frente a la ausencia de respuesta, Manoa hizo lo que el ángel le aconsejó. Preparó un cabrito y manjares e hizo la ofrenda sobre una roca. A una distancia considerable, él y su esposa sólo observaban.
El ángel, que hasta entonces se había mostrado como mensajero, surgió frente a la ofrenda, y, allí, en una llama, subió al cielo.
Entonces, Manoa y su esposa, se postraron en tierra y dijeron: “- Ciertamente moriremos, porque hemos visto a Dios.”
Pero ella le respondió: “Si el Señor nos quisiera matar, no aceptaría de nuestras manos el holocausto y la ofrenda, ni nos hubiera mostrado todas estas cosas, ni ahora nos habría anunciado esto.”
El matrimonio, feliz, festejó la venida de su hijo. Un niño que alegraría a la familia y que sería bien visto a los ojos de Dios. Niño que, aun con el pueblo bajo el dominio filisteo, quitaría la tristeza de sus padres. Lo que no se sabía en la familia, es que el muchacho apartaría de la tristeza a todos los hijos de Israel.
Aquel niño, como un pequeño sol, iluminaría la Tierra. Por eso su nombre fue Sansón.