Un muchacho se interna en un bosque queriendo huir de su pasado. En sus manos, todavía hay sangre. Él intenta limpiarse, se frota en las hojas de los árboles, en las aguas de los ríos, en la tierra del suelo. Nada funciona. Como si estuviese asombrado, ve la sangre subiendo por sus manos y multiplicándose en su cuerpo, invadiendo cada centímetro de los brazos, del tronco, del corazón, del alma. Tal vez sean sus ojos que quedaron rojos por el arrepentimiento, tal vez sea su mente que se perdió en un laberinto de envidia y venganza. Él no lo sabe.
Buscando perderse entre los gigantescos árboles que tapan el sol, acelera el paso. Está encarcelado. A su alrededor, los recuerdos crecen abrazados a las ramas y a los troncos, lo sofocan. No hay ningún animal cerca.
“¡Caín!”
Escuchó el trueno. Un escalofrío corre por su espalda, se estremece, pero intenta engañar a su mente. Comienza a correr.
“¡Caín!”
Se araña con las espinas de los arbustos, que a cada instante, intentan impedirle el paso.
“¡Perdí mi vida! ¡Perdí mi vida!”, sentencia inclusive antes del juicio.
“¡Caín!”
La voz es un estruendo cada vez más alto, esta vez el bosque le da cuerpo, cerrándole todos los caminos. Se deja caer en el suelo, sabiendo que sufrirá las consecuencias.
“¿Dónde está Abel, tu hermano?”
La desesperación recorre sus venas. Con mucha dificultad, expulsa las trémulas palabras de su falsa boca:
“No sé; ¿acaso soy yo el tutor de mi hermano?”
Las flores que lo reprueban con la mirada lo acusan: “No, no eres su tutor. Has querido ser el dueño de su vida al matarlo.”
Evita mirarlas, mira el suelo.
“¡Débil! Has dejado que los celos y la envidia te corrompieran el alma. Ahora llora el alma de Abel como llorarán sus padres.”
Intenta esconder su rosto con las manos, pero el rojo de la sangre lo asusta. Cierra los ojos y ve el cuerpo de su hermano. Los abre y ve el cuerpo de su hermano. Por todos lados. Cuerpos, sangre, acusación. Y la voz de trueno vuelve a inundar el aire:
“¿Qué es lo que has hecho? Desde la tierra, la voz de la sangre de tu hermano me pide que le haga justicia. Ahora, pues, ¡maldito serás por parte de la tierra, que abrió su boca para recibir de tus manos la sangre de tu hermano! Cuando labres la tierra, no te volverá a dar su fuerza. Y andarás por la tierra errante y extranjero.”
El peso de las palabras le quiebra los hombros. Caído, llora:
“Es tan grande mi castigo que ya no puedo soportarlo. Tú me echas hoy de la tierra, y tendré que esconderme de tu presencia. Errante y extranjero andaré por la tierra, y sucederá que cualquiera que me encuentre, me matará.”
De nada vale huir e intentar no sentir nada. Llegó el día en que Caín intentó tener más de lo que tenía y vendió, fácilmente, su alma, la cual antes no tenía precio.
“Cualquiera que mate a Caín será vengado siete veces”, dijo el Señor. Y le puso una marca para esconderlo de la muerte.
Después de que el Señor se va, el hombre llora hasta secar sus lágrimas. Y entonces se levanta y se va lejos de allí, sabiendo que nada más podría herirlo tanto.
Ese día, Caín se acostumbra al mal camino que eligió y entiende que vivirá para siempre el mismo día.
Para reflexionar
¿Usted ha pensado en la consecuencia de sus actos, antes de tomar cualquier tipo de actitud?
(*) Génesis 4:8-16