“Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón.” 2 Corintios 3
¿Para qué sirve una carta, si no es para dar un mensaje? Si nosotros, cristianos somos la carta escrita por el Espíritu Santo, ¿qué estamos haciendo para cumplir nuestro objetivo?
Muchas veces, por ser buenos hijos y poner en práctica las voluntades del Padre, nos conformamos. Nos volvemos un río que corre incansablemente hasta su océano de bendiciones.
Nunca nos desviamos del camino, sea pedregoso, arenoso o arduo. Seguimos el curso, conscientes del camino que nos llevará al destino prometido. Somos veloces, fuertes, fervorosos, incorruptibles.
Pero, entre tantas piedras y tanta fuerza que hacemos para escapar del lodazal, nos olvidamos de que otros dependen de nosotros. Pasamos ligeros por riachos, desfiladeros y arroyos – algunos cristalinos, otros contaminados, algunos débiles, otros apostando su fuerza en un camino equivocado – sin parar nuestra potencia para auxiliar al trecho perdido de agua.
No es un descuido. Es solo un descompás natural de cuando definimos el rumbo de nuestra vida. Pasar por los riachos sin circundarlos no ensuciará nuestra agua cristalina. La verdad es que, cuantos más brazos recibe el río, más fuerte se pone. Y más bello será el océano al final del viaje.
¿Qué importa si el arroyuelo carga alguna impureza? Nuestra agua es fuerte y capaz de purificarlo.
Como cristianos no podemos permitir que tantos cuerpos de agua se pierdan por el camino. Es necesario ayudarlos a encontrar el curso del mar. Después de todo, el océano solo logrará ser muy bello cuando todos sus hijos estén bajo sus brazos de agua.
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;” Mateo 28:19
En 1956, algunos investigadores llevaron abejas africanas hacia el norte de Brasil a fin de estudiarlas, ya que eran mucho más robustas y poderosas que las que allí se encontraban. Cerca de un año después algunas se escaparon y comenzó la cruza con otras especies. Poco a poco fue posible percibir una migración rumbo al norte. En 1980, las abejas descendientes de las africanas estaban esparcidas a lo largo de todo el continente americano.
Para que esa predominancia fuera posible, algo fue modificado en el gen de las abejas que ya estaban en la zona. Las americanas resistieron, como es propio de la naturaleza, pero terminaron por ceder al cambio interior para obtener el éxito.
Lo mismo sucede con el hombre.
Cuando Jacob todavía era un embustero, entró en un conflicto interno. A pesar de tener una vida estable, estaba insatisfecho. Fue necesario luchar contra la fuerza de Dios para madurar y convertirse en Israel, el bendecido. Es decir, algo en su interior fue alterado, modificado, y sólo así tuvo lugar su transformación.